La marca amarilla es un tebeo de científicos desequilibrados, es una aventura de búsqueda de unos poderes mentales extraordinarios, y de investigadores de pipa, gabardina y correaje militar, que escribió y dibujó Edgar P. Jacobs entre 1952 y 1953, la época en que la reina Isabel II de Inglaterra subió al trono con la soltura que otros se suben a la parra, y también fue, 1952, el año en que el primer ministro inglés Churchill anunciaba que su país ya estaba en poder de la bomba atómica, y los Estados Unidos hacían estallar en el Pacífico (y eso que era pacífico) la primera bomba H, la bomba de hidrógeno. Es decir, corría lo más fresquito de la guerra fría.

Ahora que las guerras ya no están ni frías ni calientes para el ciudadano occidental, sino que apenas se resumen a un rollo tibio y confuso en plan colateral (o eso quiere hacernos creer el villano manejando nuestros frágiles cerebros con sus superpoderes), vuelve a ponerse este tebeo de actualidad, al menos en nuestra España europea a la par que tunera, pues el director Álex de la Iglesia ha anunciado que piensa llevarla al cine, como uno se lleva al cine a la vecina que se deja.

De “La Marca Amarilla”, lo que más me gusta es su atmósfera lluviosa y nocturna, y su punto delirante de ondas en espiral, de rayos paracientíficos y de hipnotizados asesinos.
Pero asimismo me fascina del tebeo encontrarme a Olrik convertido en el brazo ejecutor del malvado profesor Septimus, vestido con su traje pijama, y poseído por una criminalidad sin voluntad…., que es sin lugar a dudas una notable reminiscencia del sonámbulo César, el de la película “El gabinete del doctor Caligari”. Por otra parte, el nombre del científico trastornado, Septimus, ¿no recuerda, acaso, al del diabólico profesor de filosofía, discípulo del doctor Frankenstein en “La Novia de Frankenstein”, Septimus Pretorius?
Alguien podrá reprochar que acaso le sobren a este tebeo de dibujo detallista, menudo de trazo, unas cuantas arrobas de texto, que le hacen un poco fondón; pero también le dan el encanto de la lectura densa, de letra menuda, apretada, farragosa de las novelitas de quiosco, género con el que se amanceban las aventuras de los investigadores Blake y Mortimer. Pero además, Edgar P. Jacobs, que fue cantante de ópera, consigue investir su narratividad, su subliteratura, de ese aspecto extravagante y excesivo y hasta un poco hortera que tienen todas las buenas óperas (las malas lo que tienen son decorados de diseño y tetas al aire, creo).

Edgar P. Jacobs, para escribir este tebeo, viajó a Londres, y allí se encontró con la preparación de los fastos de la coronación de Isabel II, y por eso empieza esta aventura con el robo de la corona imperial. Jacobs, que iba buscando la inspiración de Conan Doyle para sus personajes, el capitán del M.I.5 Francis Blake y el profesor escocés Philip Mortimer, lo que recibió fueron las vibraciones de H.G. Wells, lo cual se nota, por ejemplo, en el grupo de representantes de la sociedad londinense víctima de los desenfrenos de la Marca Amarilla, que es más o menos el mismo grupo que se da cita el día de Navidad en la casa del protagonista de “La máquina del Tiempo”. En Londres, Jacobs va a tomar apuntes, a hacer fotografías, de la fachada de la sede del Scotland Yard, de la Torre de Londres, de los edificios de ladrillos rojos de Tavistock Square, y cuando esté de vuelta en su estudio belga se dará cuenta de que lo mejor de la acción tiene que transcurrir en los muelles del Támesis, y entonces tendrá que ir al puerto fluvial de Bruselas para tomar los apuntes de unas viñetas que se convertirán en lo más fascinante del Londres de La marca amarilla.

La marca amarilla que da título al álbum es una señal de tiza amarilla, es una M rodeada de un círculo, que es la M inicial no de la palabra misterio, sino la M de la palabra marca, en un tebeo donde todo va alimentarse de sí mismo. Y desde luego esa M es también la M de mörder (asesino) que Fritz Lang le cuelga en la espalda a Peter Lorre en su película “M, el Vampiro de Düsserdolf”, y que Jacobs, en un guiño, coloca también en la espalda del capitán Blake.

El origen literario de esta aventura de manipuladores de cerebros, ya hemos dicho antes que se amanceba con la literatura popular, está, así lo dicen los especialistas en Jacobs, en la novela ciencia-ficción de Curt Siodmak “El cerebro de Donovan”, que el dibujante leyó traducida en la «série blême» de Gallimard, y que fue llevada al cine en 1953, precisamente el mismo año en que se edita “La Marca Amarilla”. Por cierto, a esta película, “El cerebro de Donovan”, Stephen King la cita en varias ocasiones como una de las que más le han influido a lo largo de su ars poetica “Danza Macabra” (editorial Valdemar, 2006). Ah, y Curt Sidomak era el hermano pequeño del director Robert Siodmak (el de “El hijo de Drácula”, “Forajidos”, “El Abrazo de la Muerte”…), y además de novelas escribió, entre otros, los guiones de “El Hombre Lobo” (la de 1941), “La Tierra contra los Platillos Volantes” y “Yo Anduve Con Un Zombie”. Un poeta del papel barato y del celuloide ronroneante, y uno de los nuestros, por supuesto.

El caso es que “La Marca Amarilla” es un tebeo que rezuma cinematografía, y esto es lo que Álex de la Iglesia ha sabido cazar al vuelo; pero uno, que cada vez está más viejo y más castizo, y que a las cinematografías llega como se llega haciendo footing, en chándal y echando el resuello, cree que como se lo pasaría verdaderamente bomba (A o H, qué más da) es arrellanado delante de una película que adaptase no a estos dos británicos surgidos del continente, sino cualquier doméstica aventurilla (o también exótica) de su investigador carpetobritánico preferido por encima de cualquier otro, que es Sir Tim O’Theo, y que, del mismo modo que Blake y Mortimer, heavens!, también mete sus morcillas en inglés al hablar, buenas morcillas de arroz, que todos ustedes pueden degustar en la taberna del “Ave Turuta”, de Bellota Village, con una buena pinta de cerveza para ayudar a pasar. Paga la casa, lo pagamos todos.

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