John D. MacDonald (1916-1986) fue un popular y prolífico escritor norteamericano de literatura de consumo conocido, por ejemplo, por ser el autor de Los verdugos (1957), el relato que sirvió de base para el guión de las películas El cabo del terror (1962) y El cabo del miedo (1991), o por crear al detective Travis McGee (protagonista de títulos como Adiós en azul o Pesadilla en rosa, reeditadas recientemente por Libros del Asteroide). Además del policíaco, MacDonald cultivó en menor medida otros géneros populares, caso de la ciencia-ficción, entendida en toda su amplitud. La más interesante de estas incursiones es posiblemente The Girl, the Gold Watch and Everything, editada en 1962, y muestra más que evidente del tono ligero y frívolo que MacDonald otorgaba a sus trabajos.

En dicha novela se narran las vicisitudes del patético Kirby Winter, un don nadie sin oficio ni beneficio, incapaz de hacer frente a los retos cotidianos, que recibe en herencia un antiguo reloj de bolsillo perteneciente a su finado tío. Un buen día, y de manera totalmente accidental, Kirby descubrirá que el pequeño aparato posee la capacidad de detener el tiempo, generando una especie de paréntesis en el que personas, animales e incluso fenómenos meteorológicos quedan literalmente paralizados (exceptuando, claro, al poseedor del reloj). En ese breve inciso temporal todo lo que hay a su alrededor adquiere un extraño tono rojizo mientras la persona en cuestión puede moverse a su antojo sin riesgo a ser descubierta. Winter y su novia, Bonnie Lee Beaumont, utilizarán el fantástico regalo para divertirse, gastando bromas absurdas (quitarle la pieza superior del bikini a una bañista, intercambiarles la ropa a las parejas) y fastidiando a los indefensos viandantes.

La narración posee una fuerte carga erótica, un componente habitual en muchos de los relatos de MacDonald, que se manifiesta muy claramente en capítulos clave del libro. Sin ir más lejos, el primer encuentro entre Kirby y Bonnie Lee se produce en una cama, cuando ella se mete bajo las sábanas creyendo que él es otro hombre, copulando como si no hubiera un mañana. Del mismo modo, la resolución final del enfrentamiento con la villana de turno, una atractiva mujer que se propone conseguir el reloj pese a quien pese, se produce en el preciso momento en el que la susodicha descubre lo que es de verdad el sexo, gracias a que el protagonista, incapaz de hacer daño a nadie, la encierre semidesnuda en un camión repleto de marineros.
Estos mismos ingredientes, el sexo y el dominio sobre el transcurrir del tiempo, son los que utilizan Matt Fraction (1 de diciembre de 1975, Chicago, USA) y Chip Zdarsky (21 de diciembre de 1975, Edmonton, Canadá) en Sex Criminals, aunque con otras intenciones e intereses. Para empezar, han transcurrido más de sesenta años entre una y otra obra, ahora la sexualidad no es una especia con la que dotar a la historia de más picante sino que adquiere un papel protagónico. Aquí ya no hacen falta relojes mágicos porque con sus orgasmos, Suzie y Jon logran detener el paso de los minutos. Al igual que el viejo cronómetro dorado, sus coitos abren una efímera dimensión que equivale al llamado periodo refractario, el espacio de tiempo desde un orgasmo hasta que se vuelve a sentir excitación. Aún así, como Kirby y Bonnie Lee, ellos utilizarán también esos instantes (que vienen asimismo acompañados por una atmósfera cromática, no pintada de un bermellón cutre sino repleta de reflejos dorados y colorines brillantes) para pasarlo bien y hacer las mil judiadas, hasta que las cosas se complican.

Pues evidentemente esto no quiere ser (solo) una lectura intrascendente para pasar el rato, sino una historieta para adultos que vaya más allá del puro entretenimiento. Las referencias a Thomas Pynchon, a Vladímir Nabokov y a Barton Fink en los primeros compases ya quieren dejar claro que, por mucho que hablemos de corridas, de penes y de follamigos, no todo van a ser risas. Efectivamente, en Sex Criminals el tono es más grave que en la olvidada novela de MacDonald. Sin embargo, esa pretenciosidad molesta menos de lo que se podría temer en un principio, con lo que, al menos en este primer tomo, la cosa funciona bastante bien. Los respectivos relatos de despertar sexual, la descripción de la calma, que así es como denomina Suzie su don, y el otorgarle a ella el rol de interlocutora directa con los lectores –porque, nadie podrá negarlo, su personaje es mucho más interesante que el de Jon-, eliminando las barreras y haciéndola consciente de su situación, son puntos a favor de Fraction.
Puede que, a medida que el tebeo se revoluciona, y debido a los continuos saltos entre pasado y presente no siempre bien resueltos, la serie vaya perdiendo la frescura del arranque, pero algún afortunado hallazgo aquí y allá impide que lo conseguido hasta entonces corra peligro de derrumbe. De cualquier manera, cuatro entregas son pocas para emitir un juicio definitivo sobre la colección, y más si tenemos en cuenta que suma ya cuatro años de vida y cerca de 20 números en su haber.