Este último trabajo de Martín Romero (Xión, A Coruña, 1981) no es un libro aislado. Con la lectura de las primeras páginas ya intuimos que podría formar parte -de manera inconfesa- de una obra de mayor envergadura conformada, al menos, por otra pieza previa, Las fabulosas crónicas del ratón taciturno, a la que consideraríamos como la entrega inicial de un cruel relato vivencial que finalizaría con la contundente La deuda, el colofón dramático y redentor. E incluso, si forzáramos la vista y nos pusiéramos quisquillosos, podríamos tomar a sus Episodios lunares -donde retoma algunos de los temas centrales de ese aparente primer episodio- como una especie de entreacto alucinado entre ambas partes. No lo descarten.
Para ratificar esta peregrina hipótesis tenemos argumentos de peso. El más evidente son las innegables similitudes entre los protagonistas de los dos cómics que abren y cierran el ciclo, semejanzas que van más allá de las puramente físicas, que al fin y al cabo sonarían fingidas dada la diferencia de edad entre ellos. Uno y otro arrastran un déficit emocional derivado de la ausencia de alguno de sus progenitores, tanto más clamoroso en el caso del chaval de la primera historieta, centrada en la infancia y en los descubrimientos ligados a ese periodo tan crucial. Allí el niño se criaba prácticamente solo, con una madre desaparecida y un cabeza de familia incapaz de hacer frente a las necesidades afectivas de su hijo.
Algo parecido ocurre ahora con Benjamín Castaño, quien capitaliza toda nuestra atención en La deuda. Su padre murió hace tiempo y por su madre se interesará bien poco una vez huya a la gran ciudad en busca de su futuro. Quedaría claro, pues, que el inocente “ratón taciturno” ha crecido, aunque sin fajarse de las carencias sentimentales y afectivas que sufrió de pequeño. Tal vez por eso Castaño, el supuesto adulto, es igual de apocado, miedoso e infeliz que aquel, es el puro retrato de una infancia desdichada y el resultado de una serie de malas decisiones (las cuales, por desgracia, no solo le afectarán a él). Es víctima y al mismo tiempo responsable de cuanto le ocurre, también, por supuesto, de la deuda que arrastra, tanto pecuniaria como vital. Es un hombre incompleto que va a perder su ingenuidad a base de palos, reales y metafóricos.
La base de la historia se halla en los silencios y en la claridad expositiva: una línea limpísima
A ese imaginario crecimiento del personaje le acompañará una evolución paralela, esta ya de planteamiento, de tal modo que el onirismo y los juegos de imágenes tan característicos de los títulos anteriores de Romero van dejando espacio progresivamente a la más pura realidad. Aquí, como mucho, hay espacio para los monólogos (Benjamín Castaño es humorista) y para los recuerdos, con ese clásico retorno al hogar lleno de sensaciones. Porque la base de la historia se halla en los silencios y en la claridad expositiva: una línea limpísima, viñetas grandes, narración tradicional y páginas con baja densidad de población. Con esos elementos ha dado forma a su mejor tebeo hasta la fecha, más ambicioso y menos dubitativo de cuantos le conocíamos.
En concreto, hay dos cuestiones que merecen especial atención. Por un lado, el acertado retrato de nuestro actual entorno. Con buen ojo, y sin cargar las tintas, recrea las secuelas más íntimas e inmediatas de la globalización, del desempleo, de la crisis económica o de la pasividad generalizada frente a los auténticos problemas de nuestra sociedad, aunque hay que reconocer que en determinados momentos aplaste demasiado al desgraciado de Castaño. Y, por otro, la capacidad para mantener el equilibrio entre la contundencia del mensaje, enclaustrado en un relato de venganza y rabia que se acerca a Perros de paja, y su dibujo sencillo, en ocasiones explícitamente ingenuo.