Es extraña la sensación que uno tiene cuando lee la obra de Lewis Trondheim a un ritmo parecido al de su publicación. No tiene ningún prejuicio a la hora de atacar mil y un géneros, desde sus tebeos más o menos comerciales, a los más retorcidos, humorísticos y añade aquí cualquier género o estado mental que te apetezca, todos tienen una rara coherencia, un hilo que los identifica incluso cuando no es él quien se encarga del dibujo. Creo que tiene que ver con la manera que tienen de reaccionar sus personajes ante cualquier pequeñez: se envalentonan, se cagan de miedo y se quedan mirando, igual que tu, con una mezcla perfecta de todo anterior. Por eso es muy fácil reconocer al mismo Trondheim en casi todas sus historietas después de leer sus tebeos autobiográficos. Resulta que todas esas manías, esa forma de mirar, son suyas. Y resulta que tiene la capacidad de hacerlas aparecer sin cortarlas por un mismo patrón.
“La maldición del paraguas” es su segunda obra autobiográfica que vemos publicada en castellano, pero no se parece demasiado a “Mis circunstancias”, al menos en intenciones. El libro que nos ocupa es a simple vista mucho más ligero, algo así como un anecdotario que de hecho ha ido colgando en forma de blog en su página web. Pero cuidado, porque a pesar de tratarse de poco más que píldoras de cotidianeidad, en “La maldición del paraguas” Trondheim vuelve otra vez a los mismos temas, esta vez sin apenas necesidad de un gran hilo narrador más allá de su propia vida: la mala leche, la hipocondría, la vena gamberra, la observación llena de dudas socarronas, el auto análisis y la consiguiente perplejidad metepatas, el amor a un medio, el tebeo, que es a la vez pasión y profesión (la página en la que está comiendo con Giraud y Blain y no puede evitar sacar la cámara para hacerse una foto es brillante),… Y es precisamente esto lo que hace grande este libro, que al no necesitar un pretexto, cada página acaba necesitando un pequeño vacío antes de seguir con otra. Para esbozar una sonrisa de reconocimiento y dejarte asombrar por un dibujo, el suyo, lleno de sencillos matices y cada vez más expresivo.
Mientras acaba la segunda parte de este libro, no estaría de más que alguien rescatase sus “Carnet de bord” tal como aparecieron esos precioso libritos en Francia. Por pedir que no quede.