En una entrevista televisiva tras un partido agónico en el que había sido el artífice del gol decisivo, se le preguntó al delantero Juan Antonio Pizzi, que formaba parte entonces de la plantilla del FC Barcelona, si podría traducir “utilizando algún eufemismo” –insistió el periodista- la expresión argentina macanudo con la que se le había adjetivado insistentemente durante la retransmisión previa del encuentro. La respuesta no se hizo esperar, y sin pensárselo mucho el futbolista contestó: “significa cojonudo”.

Con los tebeos de Zerocalcare (Michele Rech, Arezzo, 1983) pasa algo parecido. Desprecian cualquier tipo de circunloquio, optando por un estilo directo, espontáneo y extrovertido; hablan claro y no se andan con chiquitas, utilizando, eso sí, bastante más verborrea para llegar al mismo sitio. Porque el popular dibujante italiano explica muchas cosas, pero utilizando siempre las palabras adecuadas, sin sutilezas, a las bravas. Tomos de cerca de trescientas páginas que se leen con relativa rapidez al estar planteados como una conversación -en la que solo habla uno de los interlocutores- entre el autor y los lectores, sin intermediarios ni intérpretes, todo se entiende a las mil maravillas, y si no es así ya se encargará de repetírnoslo las veces que haga falta. Las metáforas y los símiles, que los hay, están reservados exclusivamente para la caracterización de los personajes o para la representación de algunos escenarios, aspectos en los que liberará todos los elementos de la cultura popular que conforman su bagaje sentimental, referentes que son además generacionales, y por lo tanto fácilmente reconocibles.

el popular dibujante italiano explica muchas cosas utilizando siempre las palabras adecuadas, sin sutilezas, a las bravas

El pasado mes de mayo apareció en España el tercero de sus libros que se traduce al castellano, Olvida mi nombre, un cómic publicado en origen un par de años antes que Kobane Calling, su gran éxito a nivel internacional hasta el momento. Y aunque se la promocione aquí y ahora como su “obra más íntima” lo bien cierto es que no es otra cosa que un capítulo más de su peculiar y (no reconocida) autobiografía. Un episodio antiguo que sigue casi al pie de la letra el mismo esquema exitoso que utilizó en La profecía del armadillo: un recorrido por los recuerdos propios y ajenos a partir de un hecho traumático. Y tanto en una como en la otra, al igual que en el resto de títulos comprendidos entre ambas, Zerocalcare sigue siendo, y así será hasta que el cuerpo aguante, un joven militante que ha encontrado el tono adecuado para ir contándonos su vida. Un urbanita orgulloso de su origen y de sus raíces que posee la suficiente chispa como para que su anecdotario resulte entretenido.

Hablar de uno mismo frente a una audiencia desconocida, mostrando las más íntimas debilidades y descubriendo secretos personales, es una tarea sumamente complicada. Para salir airoso de un reto así se han de conjugar determinados atributos que no están al alcance de todo el mundo. Para empezar, hay que tener sentido del humor, la vergüenza justa y, claro, algo interesante que contar. Es conveniente recordar de vez en cuando que no todas las semblanzas son potencialmente sugestivas ni susceptibles de convertirse en una novela gráfica, sin olvidar por otro lado que hasta el suceso a priori más anodino puede salvarse si cae en las manos de un buen narrador. Afortunadamente, Zerocalcare es un tipo gracioso, ocurrente, que, para más inri, ha vivido algunas experiencias dignas de mención, amén de provenir de un linaje que ha sufrido en primera persona las consecuencias de graves acontecimientos históricos. Acumula de ese modo material suficiente para ir desgranándolo a buen ritmo, siempre y cuando sepa contenerse un poco y dejar de ser tan insistente.

Tal vez, Olvida mi nombre le haya servido a Zerocalcare para lavar unos pocos trapos sucios, al tiempo que se libraba de algunos fantasmas del pasado. Examen de conciencia familiar realizado, no obstante, a corazón abierto y con testigos, como en esos quirófanos con gradas donde el público observa tras el cristal. Trayecto en el que ha llevado hasta el final la máxima del psiquiatra y filósofo Viktor Frankl, superviviente de los campos de concentración nazis, que “el hombre es hijo de su pasado, más no su esclavo”.