Pocas dudas existen con respecto al hecho de que Jiro Taniguchi sea el mangaka con un estilo más europeo, tanto en lo gráfico como en la estructura narrativa de sus obras. De hecho, es el propio autor quien nos habla de la influencia que el cómic europeo tuvo en sus inicios como dibujante de cómics. Uno de sus caprichos, tras más de treinta años de carrera, era darle forma a una obra que encajase a la perfección con las características habituales de los álbumes publicados en Francia o Bélgica desde hace décadas: tamaño superior al de los mangas, tapa dura, viñetas a todo color y unas sesenta páginas de extensión.
Y así fue como hace dos años dio forma a “La Montaña Mágica”, que publicó la editorial francesa Casterman. Ahora, no demasiado después, llega a nuestro país en una edición de inferior tamaño, pero igual calidad.
“La montaña mágica” es una fábula protagonizada, principalmente, por un niño japonés de once años, su hermana pequeña y una salamandra. Taniguchi da forma a una historia mágica en la que la bondad y la pureza de los sentimientos centran el protagonismo. Kenichi y su hermana Sakiko deciden liberar a una salamandra en apuros, que a cambio les promete ayudar a su madre enferma.
A partir de ahí, vivirán una aventura en la que predomina una imaginación más desbordada de lo habitual en Taniguchi, que el dibujante maneja sin excesos y manteniendo el tono de cuento en todo momento, incluso en las escenas más fantásticas.
“La montaña mágica” acaba siendo uno de los cómics menos complejos del japonés, sentimental aunque sin la carga emocional de sus obras más destacadas, lo suficientemente imaginativa y fantástica para hacer pasar un buen rato a los niños, pero también capaz de hacernos volver atrás en el tiempo y contagiarnos de la candidez de nuestros años de infancia. Al encajar el relato en sesenta y pocas páginas, Taniguchi no puede desarrollar sus personajes con la maestría que le caracteriza, lo cual no impide que cada uno de los protagonistas esté perfectamente definido.
Ahora bien, en esta emotiva obra menor –aunque nada despreciable- el autor no consigue uno de sus principales objetivos: recrear una historia que encaje en la idea que solemos tener de los cómics europeos. Su habitual forma de manejar los sentimientos en sus obras y su imaginario recuerdan irremediablemente a una de las escenas finales de “Mi vecino Totoro” del director de cine Hayao Miyazaki, lo cual no hace sino subrayar el carácter oriental de una obra que, sin contarse entre las más recomendables de su autor, resulta ser más que un simple capricho.