Casa Desastre propone un viaje de ida y vuelta en el imaginario de Roberta Vazquez (Santiago de Compostela, 1989), quien en alguna ocasión ha hablado de sus primeras fuentes: las Tortugas Ninja, los Motorratones o la Banda del patio, que ella convertía de algún modo en vegetales disfuncionales con tendencias alcohólicas. Su primer cómic para niños podría ser una devolución de todos esos personajes a un mundo infantil habitable para mayores.

No es difícil encontrar paralelismos entre algunos personajes y sus historias adultas: Bota podría ser el secundario más majo de Mugre debajo del sofá, Calabaza podría ser el amigo de Pement que sabe volver a casa a la hora correcta… y luego está el Fantasma, una variación de Anodino, el gran ausente de su anterior libro ¡Socorro! (Apa Apa, 2019), recuperado aquí como una especie de aprendiz de fantasma rendido a la evidencia de que nunca va a dar miedo.

La aparición del fantasma es el punto de partida de la historia, que empieza como un cuento en el que el narrador parece asombrado por lo que está a punto de explicar. Lo que en principio parece un cuentito va creciendo a medida que se van sumando personajes. Cada uno añade un poco de caos, convirtiendo sus buenas intenciones en desastres para la casa en la que todos viven como vecinos. Así, esa especie de 13 Rúe del Percebe con alimentos que hablan se va convirtiendo en Esta casa es una ruina para desembocar en el capítulo de los Simpson -otro de los referentes confesos de Roberta Vázquez- en que Homer se hace artista.

Más allá de todos estos referentes, el cómic es divertidísimo. Soluciona cada uno de los desastres con imaginación, haciendo que los tallarines se cimbreen con el sonido de una flauta encantada, o que a unas ratas se les ocurra arreglar el jardín con fuego porque tienen prisa para ir a un concierto de punk. Todos los personajes tienen buenas intenciones potencialmente incendiarias y ninguna moraleja está demasiado subrayada. Un puñado de cabezas locas pensando y sus consecuencias. ¿Qué puede fallar? Confieso que en algún momento reí ruidosamente, no se le puede pedir más a un cómic infantil.