Independientemente de ser autobiográficas o no, las historietas de Gabrielle Bell (Londer, 1976) tienen una gran virtud: siempre parecen estar contadas en primera persona. Sus personajes son veraces y su autora los maneja con la mano maestra de los hermanos Hernandez, convirtiéndolos en el centro de cada historia, haciendo que estas sean vivas y creíbles. Por eso sus historias -de ficción- se mezclan tan bien con sus propios recuerdos.
En “Cecil y Jordan en Nueva York”, el segundo de sus libros publicados en castellano, encontramos varias de sus mejores ficciones hasta la fecha -publicadas originalmente en antologías como Kramer’s Ergot, Mome o Drawn & Quarterly Showcase- junto con historias autobiográficas para varias revistas y su propio fanzine, el excelso “Lucky”.
La mayor parte de las historias tienen una constante que hace de la recopilación una obra coherente. En ellas hay un conflicto que tambalea la vida de su protagonista, un pequeño corte en una historia que parece empezada y con cuya resolución vuelve al principio, a un principio enrarecido donde el protagonista suspira por todas las posibilidades que se le presentaron y dejó atrás. Al acabar la historia nada ha cambiado y a la vez, algo parece haberse roto para siempre. Así es en las mejores historias de este volumen, como en la esplendida “Felix” o en esas tres pequeñas maravillas que son “El año de la Arahuana”, “una tarde” y “Robot dj”.
Pero no todas las historias están cortadas por ese mismo patrón. Aquí encontramos, por ejemplo, “Cecil y Jordan en Nueva York”, donde en apenas 4 páginas construye una historia que cobra vida con una simple y efectiva metáfora: Cecil lleva una vida a la sombra de su pareja y acaba convertida en una silla. Explicado así parece una metáfora casi de primaria y, sin embargo, el lápiz de Gabrielle Bell lo convierte casi en un haiku con desenlace abierto y feliz. No ocurre lo mismo en “mi dolencia”, único punto negro del libro, donde el desarrollo de la historia a base de metáforas es más bien ramplón.
Otro de los grandes aciertos del libro es su orden. Al dejar su lado autobiográfico para el final, uno empieza a leerlo como si el personaje principal no fuese ella. Así de bien narra Gabrielle Bell: no importa que hable de ella o los protagonistas sean otros, las historias
siempre parecen de verdad.