La Joven Frances (Astiberri, 2018) recopila las historias que Hartley Lin (Toronto, 1981) había ido publicando en su propia revista Pope Hats bajo el seudónimo de Ethan Rilly (ingenioso anagrama de su nombre real). En el libro, el canadiense nos explica como Frances Scarland, joven asistente jurídica, es reclutada por uno de los socios principales de la empresa para la que trabaja y parece destinada a sufrir un importante salto en su carrera, lo quiera o no. Al mismo tiempo, su amiga y compañera de piso, Vickie, actriz de profesión, decide aceptar un papel en una serie de televisión y trasladarse a la otra punta del continente. El trabajo diario de Frances contrasta con los glamurosos sueños y las noches descontroladas de Vickie. A partir de esta sencilla premisa, que ya hemos visto en infinidad de series, libros u otros cómics -me vienen a la cabeza Alex Robinson o Michel Rabagliati-, Lin ofrece un certero retrato sobre la naturaleza humana. Un título que tiene todos los números para pasar desapercibido y no lo merece.

Como su paisano Rabagliati, Lin es un excelente dibujante, capaz de explicarte toda una vida en tan solo un dibujo. Pongamos la portada de ejemplo, en la que el autor ya nos da muchas claves de personalidad de cada uno de los personajes. Por un lado, tenemos a la protagonista, Frances, de pie, apoyada en la peana de la estatua ecuestre, apocada, con un abrigo entre las manos, el pelo recogido, falda hasta la rodilla, camisa bien abrochada y un gesto neutro en la cara. Hay una clara voluntad por no llamar la atención, no perturbar el entorno. Justo todo lo contrario transmite Vickie, que posa despampanante para la foto y muestra mucha más heterodoxia en su forma de vestir. En segundo plano y de espaldas tenemos a Peter, leyendo un periódico, pasivo, a la espera de que sea llamado por alguna de las dos. Ese es el papel que le espera en la historia.
Lin ha tejido, durante años, un minucioso retrato coral de lo que supone hoy en día madurar y sobrevivir en una sociedad occidental que exige sacrificios personales, casi por vicio. Cada uno de los protagonistas elige un camino distinto, para algo tan sencillo como es el hecho de vivir. Y, lo mejor, el dibujante sabe dotar de fondo y personalidad a cualquiera de los secundarios que aparecen a lo largo de la historia.

Entre todos ellos, hay un personaje de reparto que sobresale, por volumen y por reunir en su persona lo más caprichoso y psicótico de la escala superior de la sociedad capitalista, es decir, de la clase pudiente y en condiciones de exigir sacrificios a otros; un personaje a medio camino entre el Daddy Warbucks de Little Orphan Annie y Kingpin, me refiero a Marcel Castonguay. Él es el socio con más prestigio de la empresa y principal valedor de Frances para que prospere dentro de la firma. En lo que supone un gran acierto, Lin dibuja al personaje como un gigantón de apariencia parsimoniosa y que, por su estatus, puede permitirse las más variadas extravagancias. A saber: vive en un hotel, no tiene familia, come solo cuando no lo puede ver nadie, tiene a tres secretarias que toman nota de todas y cada una de sus órdenes y tiende a dialogar con sus subordinados mediante acertijos, para potenciar su aura de poder.

 Sin finales en alto, ni resoluciones, ni conclusiones firmes, es uno de esos tebeos que invitan a la relectura y a disfrutar de su desarrollo una y otra vez

 
Precisamente, las máscaras e identidades que tenemos que adoptar, por gusto u obligación, para prosperar y alcanzar el éxito, conforman uno de los aspectos en los que se centra con mayor éxito el canadiense. Tanto Frances y Vickie como Peter se enfrentan de distinta manera al éxito y, conforme nos adentramos en sus vidas, vemos como éste los empuja y fuerza a seguir caminos que no desean.

La joven Frances es un cómic complejo en su confección y sencillo en su lectura, que se antoja por momentos liviana, divertida, casi intrascendente. No os llevéis a engaño. Este título, sin finales en alto, ni resoluciones, ni conclusiones firmes, es uno de esos tebeos que invitan a la relectura y a disfrutar de su desarrollo una y otra vez.