Mi vida en Cuba es pura historieta oral. Desde el mismísimo arranque de esta autobiografía, Juan Padrón (Matanzas, 1947 – La Habana, 2020) parece dibujar al mismo ritmo que habla, engarzando vivencias con una cadencia endiablada. Es la traslación a las viñetas de un monólogo continuado sin interrupción posible, además de la prueba palpable de su destreza como historietista y de su legendaria velocidad como ilustrador, algo en lo que coinciden todos los que le vieron trabajar.
Mediante un sentido del humor algo amargo, aunque siempre optimista y charlatán, toma como punto de partida la llegada de sus antepasados españoles a la isla de Cuba antes de la independencia y desde ahí todo va de carrerilla, desgranando anécdotas una tras otra y describiendo con detalle -eso sí, exclusivamente en los textos- las primeras etapas de su vida, para conformar finalmente más un diario esbozado que un testimonio reflexivo. Suena como si lo tuviera todo en la cabeza (fechas, nombres y lugares) y fuera desglosándolo sobre el papel sin pensárselo demasiado, como si no hubiera un mañana, como si tuviera miedo de que algo se le olvidara. Y, a pesar del exagerado aprovechamiento de cada plancha, todo ello va en favor de una lectura rápida y sin obstáculos, empujada por un dibujo no demasiado planificado, espontáneo y dinámico.
Desgraciadamente la obra quedó inacabada debido al fallecimiento de Padrón y, de hecho, sus remembranzas se cierran en 1970, antes de la publicación de las primeras tiras del que, a la larga, sería su personaje más conocido, Elpidio Valdés, y de su exitoso paso por el cine de animación con títulos como Vampiros en La Habana. Siendo como fue un referente internacional en este último campo, su ascendiente en el mundo de los tebeos ha sido menor por cuanto sus trabajos se han exportado con cuentagotas, de manera que nos hallamos frente a una oportunidad inmejorable de conocerle mucho mejor.