De entre los autores de la generación Barsowia -aquel fanzine capitaneado por Kike Benlloch y cuna del gigante David Rubín que identifica a la generación del Cómic gallego vinculada a los primeros años de Viñetas desde o Atlántico– Brais Rodríguez (Brión, A Coruña, 1980) despunta en los últimos tiempos como figura del tebeo independiente.
En sus recientes obras La gente perro y La chica con la cabeza en el sol (por cierto, título de un célebre tema de Orbital) el autor nos sorprendió a través de un collage vanguardista en línea con Max Ernst, aunque de mayor peso literario frente a la pura visualidad del surrealista. Durante el salón de la autoedición No tengo Mamá celebrado en Vigo, el artista se confiesa: “Tenía ganas de volver a dibujar”.

Sombra, p. 6 (2017)

René Magritte, Hombre con periódico (1928)

 
 
 
 
 
 
 
 
El resultado es un cuadernillo de 20 páginas, Sombra, en el que Brais Rodríguez apuesta por un estilo muy sobrio, en plumilla a blanco y negro con la que crea sus texturas línea a línea. Al reiterar una misma rejilla de tres por tres viñetas -el modelo clásico de los cómics sobre crímenes de Bernie Krigstein– siempre rellenas de planos enteros, su puesta en página tiende a devenir transparente. Esta transparencia reticular proviene originalmente de la tira de prensa, que conformaría algo semejante a una frase o proposición, un mecanismo que el autor sigue inicialmente a rajatabla. En este punto Sombras guarda un cierto aire de familia con los autores franceses de L’Association aunque aquí el humor físico es substituido por una trama simbólica volcada en el misterio.
Esta trama simbólica de fondo remite en Sombra al mito genético del cristianismo: la caída, expulsión del Edén y subsiguiente condena al trabajo; aquí planteado a partir del sabotaje de una relación sentimental por un empresario de silueta aguileña, oscuro demiurgo secundado por una pareja arcangélica de camorristas. Esta separación amorosa es, ante todo, de lugares: la casa, seno primero de la feliz pareja y luego de la mujer solitaria; el bosque, plaza forestal de tránsito en peligro, y esa ciudad mineral, centro anónimo del desempeño profesional. La sombra cazadora, aquella que persigue nuestra figura, la asedia y amenaza absorberla, brota en ellos desde fuera de campo para vagar cinematográficamente escindida de su cuerpo.
Con todo, el naturalismo diegético, narrativo, que impregna Sombra se contrapone a una constante puesta en abismo de la representación pictórica, la mímesis. Los repliegues entre las figuras y su recreación gráfica por parte del protagonista -él mismo pintor- son constantes: la serpiente que sale del cuadro en la pared para rondar una habitación, la súbita inmersión del espectador entre las pinturas de una galería de asesinatos o, viceversa, nuestra expulsión de la viñeta al reposar esta en la siguiente sobre un caballete de artista. Sortilegios que culminan con los inquietantes movimientos oculares en el cuadro del negro rostro de Sombra, que cobra vida.

Este es su contorno, el Arte vinculado a la tensión entre dar la vida y la muerte, entre la póstuma traición de nuestro fundamento escatológico y la vanidad reproductiva como fuga hacia delante, finalmente, entregada a la tragedia del eterno retorno.