Catherine Meurisse (1980, Niort, Francia) dibuja en su piso de París una puerta imaginaria que la transporta a los prados. Una vez allí le basta cruzar un campo de girasoles para trasladarnos, en apenas unas viñetas, a su infancia. En 1987 los padres de Meurisse eligieron la campiña francesa para cumplir un proyecto vital: recuperar una granja en ruinas del siglo XVIII. Piedra a piedra, los padres irán reconstruyendo la casa; poco a poco irán formando un oasis donde criar a sus hijas. La pequeña Catherine descubrirá junto con su hermana Fanny un mundo pausado, lleno de sorpresas y sensaciones. Un lugar propicio para la contemplación, la imaginación y los sentidos. Dentro de ese jardín idílico, la paz; fuera, el tumulto del mundo y una vida moderna que explota el campo buscando mercantilizarlo, monetizarlo, exprimirlo en favor de la sociedad del ocio.

Como hiciera Étienne Davodeau en Rural (La cúpula, 2013), Meurisse también critica el campo. Critica la transformación del territorio. Critica la relación del campesino con el terruño. Critica las líneas de alta tensión, los monocultivos, los pesticidas, la tala indiscriminada de árboles, las urbanizaciones, el turismo rural masivo.Tanto en Los grandes espacios como en La levedad (Impedimenta, 2017) la autora habla sobre sí misma. Pero no se diría que son trabajos autobiográficos al estilo de El árabe del futuro (Salamandra, 4 volúmenes publicados hasta el momento), de Riad Sattouf, compañero suyo en la revista satírica Charlie Hebdo.
Mientras Sattouf ahonda en el desarraigo identitario como hijo de sirio y francesa en una descripción muy pormenorizada de su infancia, los dos álbumes de Meurisse deben entenderse más bien como un ejercicio de introspección. Ante todo, para reivindicar la cultura y la belleza. En La levedad lo hace para reconstruir el puzzle roto tras la masacre de Charlie Hebdo; en Los grandes espacios, para hilvanar los retales de la infancia que acabarán conformando su personalidad.

Si en aquel álbum nos explicó cómo volvió a dibujar, en este nos explica cómo se convirtió en dibujante. Para ello tira de humor, género que domina sobradamente y que demuestra con un riquísimo y variado despliegue de recursos. Lenguaje, tono, sarcasmo, ironía, sátira, chistes, gags, juegos de palabras, dobles sentidos, «mise en abyme»… todo sazonado en su justa medida y en el momento exacto. También destaca el trazo caricaturesco de los personajes, que contrasta con el realismo de los paisajes. Un realismo realzado por el color de Isabelle Merlet. El color merece mención aparte y resulta tan importante a nivel narrativo que, por momentos, llega a jugar el papel de un personaje más.
Catherine Meurisse, cual pintor romántico, anhela recuperar una naturaleza perdida, un paraíso perdido. Para ella la pintura es tan importante que reconoce en las obras de los pintores clásicos franceses como Corot, Fragonard, Watteau o Poussin su propio jardín, sus paisajes, sus grandes espacios.

Al igual que sucede en La comedia literaria (Impedimenta, 2016), no faltan aquí las referencias literarias (Baudelaire, Loti, Proust, Montaigne, Zola, Schiller, Saint-Simon, Tolstoi, Diderot, Racine, Rabelais). Fanny aparece leyendo en tantas viñetas que bien pudiera ser una marca de agua.También es Fanny quien arrastra a Catherine a la Gran Galería del Louvre para mostrarle su cuadro favorito: La buenaventura, de Caravaggio. La huella que dejará en la pequeña es tan grande que lo representa a doble página tanto en este volumen como en La levedad. Y es que Meurisse nos habla del legado que le han dejado su hermana, sus padres, su entorno, su infancia. De los esquejes que la han acabado convirtiendo en lo que es. Eso es lo que nos muestra en Los grandes espacios. Una obra que merece una lectura pausada y que va desvelando secretos con cada relectura. La traducción lleva el sello de calidad de Rubén Martín Giráldez. El formato grande (22 x 29) permite disfrutar plenamente de esta magnífica edición.