Según confesaba en una extensa entrevista para la web Metrópoles Delirantes, una de las primeras ideas con las que jugó Berliac (1982, Buenos Aires) a la hora de abordar Sadboi –antes siquiera de que se titulara así- era realizar una fiel biografía de Jean Genet, uno de los “malditos” por antonomasia de la literatura europea del siglo XX. Sin embargo, a medida que iba avanzando en el desarrollo de la misma se percataba de que aquello no tenía demasiado sentido y prefirió reorientarlo por otros derroteros. Aún así, no renunció por completo a Genet –ahí queda esa dedicatoria a su memoria con la que cierra el libro- sino que en cierto modo le sirvió de inspiración para dar forma a su nuevo personaje, tanto que, si comparamos el devenir de uno y otro encontramos numerosas y jugosas coincidencias. Ambos son seres marginados, criados en instituciones asistenciales, detenidos y condenados por primera vez siendo muy jóvenes y por los mismos delitos (prostitución y robo), que descubren respectivamente la literatura y el arte durante sus estancias en la cárcel y que alcanzan la celebridad rápidamente.

Incluso se pueden rastrear analogías entre dicho cómic y la novela genetiana más espontánea y anárquica que aborda precisamente los años de juventud del escritor parisino, Diario del ladrón (1949). Dejando de lado cuestiones más prosaicas (el triste episodio de la publicación frustrada de Sadboi por parte de Drawn & Quarterly, equipara a Berliac con Genet como víctimas de la censura del mercado editorial norteamericano), llama la atención que la narración en los dos casos no avanza según una progresión cronológica, sino que describe laberintos, cambios de sentido y saltos hacia atrás. Las dos obras funcionan asimismo como parábolas éticas y morales de su contexto histórico, que orbitan alrededor de unos actores que se mueven empujados por el resentimiento.
Las diferencias, que las hay, llegan cuando entran en juego las experiencias personales del propio Berliac, en concreto sus vivencias como residente en Alemania y Noruega (no es casualidad que la historieta se sitúe en un país nórdico). Durante el periodo que residió allí se percató pronto de cómo a los recién llegados se les adjudicaba inmediatamente un rol, se les colgaba una etiqueta, que podía ser bienintencionada, pero que les dejaba sin voz propia, que les redefinía –a grandes rasgos- de cara a los demás. Y esa percepción de extrañeza, esa imagen que creamos de nuestros semejantes, más evidente todavía en el caso de los refugiados, es uno de los principales temas que se plantean dentro del argumento del tebeo, junto con otras cuestiones igualmente complejas. En el centenar y medio de páginas se abordan también el papel de los medios de comunicación, la reinserción de los presos, la percepción del arte contemporáneo o la integración de los inmigrantes. Asuntos peliagudos que aglutinados corren el riesgo de desdibujarse, de convertirse en anécdota. Un exceso de ambición que resulta a la postre su principal inconveniente, su talón de Aquiles.
Casualmente, más o menos por las mismas fechas se ha publicado otro trabajo de Berliac, Desolation.exe, una recopilación de historietas cortas previas a Sadboi a cargo de la editorial Fosfatina. Estos relatos fueron los primeros ensayos en su búsqueda de un nuevo estilo de dibujo, de una identidad artística con la que se sintiera más cómodo. Con el tiempo, la halló en el reverso del manga, en el gekiga, una vertiente narrativa más realista y dramática nacida a partir de la obra de Yoshihiru Tatsumi y que acabaría influenciando hasta al mismísimo Osamu Tezuka. Precisamente este Sadboi recuerda más al Tezuka oscuro de El libro de los insectos humanos pasado por el tamiz de frialdad de Yuichi Yokoyama.

No obstante, el paso de Berliac a la novela gráfica no ha resultado tan fluido como parecían apuntar dichos trabajos. A partir de una premisa similar a la planteada por Antonio Altarriba y Keko en Yo, asesino, esto es, si un delito puede ser entendido a su vez como una obra de arte, Berliac narra las andanzas de un adolescente perdido, rebelde (que se asemeja al Johnny el lágrima de John Waters, aunque mucho menos divertido), heredero de algunas de las contradicciones de nuestro momento histórico, tal vez de demasiadas. Al cargar sobre un mismo personaje, en una única fotografía, todos los males y las vergüenzas de nuestras sociedades acomodadas, acaba por hundir la misma estructura que pretendía edificar. Un exceso de peso que le ha impedido alcanzar lamentablemente las cotas deseables.