En 2015, con motivo del centenario de la Primera Guerra Mundial, el Imperial War Museum de Gran Bretaña encargó a Dave McKean (1963, Maidenhead, Reino Unido) la elaboración de un cómic que conmemorase la participación británica en la contienda allende la anual amapola en la solapa. El resultado de aquel proyecto sería este Black Dog, a través del cual, McKean reivindica la figura de Paul Nash y, singularmente, las huellas de este conflicto en su persona y pintura.
A diferencia de sus predecesores como Jacques Callot en el siglo XVI o el “pintor de la vida moderna”, Constantin Guys, en el siglo XIX, Paul Nash debió enfrentarse a una guerra de dimensiones hasta entonces desconocidas, un combate total y despiadado que encarna la faz post-humana de la máscara de gas. A partir de su propia tradición insular de paisajismo atmosférico, Nash ya no podía sugerir el abismo del terror sublime sino mostrar, ahora descarnadamente, la brutalidad devastadora que debió enfrentar.
McKean retoma, por tanto, el motivo del trauma – ese inmenso perro negro – como sustrato de la personalidad, vértice en el que convergen sus referentes visuales de la abstracción informal y, en este caso, la técnica narrativa empleada: un recuento de fragmentos oníricos de ascendencia surrealista. Sin llegar a los límites del cadáver exquisito o la novela-collage, la opción narrativa de McKean presenta, a conciencia, un cierto barullo que quizás exija a un lector de antemano familiarizado con algunos episodios de la vida de Paul Nash.
Como era de esperar, los quince capítulos de este álbum de ciento veinte páginas deslumbran por el catálogo de recursos visuales que despliega uno de los mejores ilustradores del mundo cuya estética definirá para siempre cierta región del Noveno Arte de los 90 a partir de trabajos como Signal to noise, las portadas del Sandman de Neil Gaiman o su obra Cages. En Black Dog, el dibujo de McKean bascula entre dos estilos: la figuración grotesca de los personajes y una abstracción panorámica evocadora, claramente contrapuestos en la secuencia en paralelo de las trincheras (Fig. 2).
Entre ambas aguas, McKean cede a la tentación romántica de lo sublime, a los sobresaltos de escala entre la dimensión íntima del monólogo interior y el caos avasallador de la guerra, vuelve sobre los pasos de Paul Nash para plantear el arte y el sueño como terapias reparadoras, descubre el huevo prelapsario, anterior a la caída, entre las zarzas silvestres, en palabras de Paul Nash:
“Al dibujar, o simplemente admirar el mundo con ojos de artista, uno es capaz de alejarse, de abstraerse. Encuentra belleza en los detalles. Están por todas partes, incluso aquí: pequeños tesoros de belleza, el juego de luces en la textura del barro, del metal, de la piel o de la madera astillada. Las figuras de humo, los ritmos y las ondulaciones de la tierra…“