Tras el estreno de la película El pequeño vampiro (2021) la fértil pluma de Joann Sfar (Niza, 1971) nos regala Pequeño Vampir y Miguel, una brillante reescritura del origen de la relación entre ambos personajes que nos permite sumergirnos de pleno en el fantástico universo creado por el autor.
Frente a la obsesión por detener el paso del tiempo que parece caracterizar las sociedades contemporáneas en su búsqueda de la juventud eterna, Vampir se pregunta por el verdadero sentido de la inmortalidad si no puede ser compartida con amigos. Un Sfar en estado de gracia que exhibe las fisuras del anhelo humano de pervivencia al mostrar el otro lado del espejo: la soledad del inmortal que no puede realizar acciones tan aparentemente cotidianas, como socializar con otros iguales o resolver problemas de matemáticas propuestos por el maestro. A diferencia de niños que inventan mil y una estratagemas para escapar de la asistencia a la institución escolar, Vampir sueña con ir al colegio para llenar la rutina de sus más de tres siglos de existencia con una galería de compañeros diferentes al entorno en el que experimenta los sinsabores de la eternidad, compuesto por su madre, Pandora, el Capitán de los Muertos, su perro Fantomate y la entrañable pandilla de monstruos que alegra sus correrías, con personajes inolvidables como Claudio o Margarito.
A partir de esta premisa, Sfar despliega su talento en una magnífica obra articulada en torno a tres partes El juramento de los piratas, La casa del terror que da pavor y Con la vida no se juega. Las referencias musicales, artísticas, fílmicas, así como a diferentes elementos de la cultura de masas contemporáneas como las series televisivas o el diálogo con su misma obra se entrelazan al ritmo de la trama sin olvidar los guiños a su lector modelo: el adulto.
En efecto, el protagonista infantil no debería engañarnos, pues Sfar dibuja con maestría el doble receptor de su obra: el niño que disfruta con las travesuras, el humor desenfadado y la loa a la amistad pura que solo parece darse en la infancia, en detrimento de incluso, los lazos de sangre, como también y sobre todo, al adulto al que ofrece constantes guiños intertextuales para que no pierda un ápice de su interés por la lectura de las viñetas y al tiempo, recupere retazos de su propia infancia a través de la identificación con una relación de lealtad incondicional como la de Vampir y Miguel. Sin duda, una lectura recomendada hasta los 99 años o hasta que la muerte-muerte nos impida disfrutarla.