Adrián Bago González (Valencia, 1989)  es una “falsa” rara avis. Por un lado, es de una estirpe de autores que se dedican fanáticamente a hacer tebeos con una vocación clara de hacer lo mismo que hacían sus ídolos, tanto formal como argumentalmente con unos dejes referenciales muy notables. Digo “falsa” entonces porque de esta especie los hay a porrillo pero la variedad de jardín mora por los artistas que popularon y populan el mainstream. Sin embargo Bago González, como Aroha Travé, por ejemplo, tienen a sus luminarias en las muy acotadas escenas del underground y el alternativo de antaño.

Bago González, además, se pirra por el formato de revistilla facsímil de aquellas autoeditadas que a su vez mimetizaban y/o parodiaban el tebeo pulp. Y aquí tenemos este Ateo de uno mismo que no se mueve un ápice de esas coordenadas y mantiene el cuaderno de ruta de Bibelots: memorias (?) de la infancia y juventud, anécdotas sexuales y/o escatológicas y comentarios sobre su pasión por los tebeos. Todo ello radiolocutado con unos textos que gustan de la turra explayada, la adejtivación ingeniosa y el amago de divagación (que quizás no lo es tanto). Ateo de uno mismo hace hincapié tanto en las pulsiones como en las frustraciones pasadas buscando el retrato tragicómico. Una ocasional excepción, como en Bibelots, se halla en una brevísima historia de ficción de dos páginas con un toque estilístico a lo Charles Burns que me ha resultado muy grata. De hecho, me gustaría leer más ficción del autor porque de lo poquito que le he leído en sus lances lynchianos y sus guiños al pulp me gustan bastante.

Como en otras obras suyas, Ateo de uno mismo deja un regusto agridulce como los tebeos y autores que son su génesis. Su estilo permanece reconocible y personal aún con sus variaciones limpio-sucio, lo que creo que le puede dar mucho juego a la hora de demarcar historias. Y la respuesta a porqué nos cuenta lo que nos cuenta está clara: porque no puede dejar de hacer tebeos.