Aunque la firma sea la misma, Bastien Vivès (1984, París, Francia) parece esconder como autor una doble personalidad, al estilo, lo habrán adivinado, del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Desde hace ya bastante tiempo viene alternando los trabajos más ambiciosos y sutiles (El gusto del cloro, Polina), que le han merecido con justicia premios y reconocimientos, no solo con sus guiones y colaboraciones con otros artistas, sino con divertimentos ligeros y aparentemente intrascendentes de los que es plenamente responsable. En los primeros se muestra sensible, introspectivo, atento a los detalles, mientras que en los otros deja escapar su lado más gamberro para denunciar actitudes o directamente para lanzarnos un puñetazo en la boca. Dos estilos no solo en la gravedad del tono, también en el dibujo, olvidándose en estos últimos de los acabados, confiando plenamente en el pincel y en la tinta, dando simplemente pistas de las figuras y de los fondos, porque lo importante es lo que dicen y lo que hacen. Una opción, la del dibujo espontáneo, reservada a unos pocos, entre los que se encuentra Vivès, un dibujante como la copa de un pino.
Sin ir más lejos, hace pocos meses han venido a coincidir, gracias a la religiosa puntualidad de Diábolo, su editor es España, dos títulos representativos de cada una de dichas tendencias dentro de su carrera. Primero llegó Una hermana, un clásico relato veraniego de despertar sexual, hermanado con las comedias francesas de Éric Rohmer, por ejemplo, que pese a lo tópico que pueda sonar, y gracias a la sensualidad del tratamiento, logra deshacerse, uno a uno, de todos los lugares comunes relacionados con este tipo de historias. Y, a continuación, ha aparecido Los tebeos, un tomito que, en la línea de Videojuegos, La familia o La guerra, recoge un conjunto de historietas cortas, apenas esbozadas, acerca del mundillo (así, con diminutivo) del cómic, analizándolo desde el punto de vista más ácido, despiadado, incisivo y elocuente, exagerando los tópicos acerca del propio medio y de todo lo que se mueve a su alrededor.
Como se suele decir, no deja títere con cabeza, y reparte hostias, con perdón, a todo quisqui. Hay para los lectores, por supuesto, pero también para los críticos, los autores, los editores y para los coleccionistas compulsivos. Incluso echa basura sobre sí mismo, mostrándose desde diferentes perspectivas, bien como un dibujante endiosado que reniega de su pasado, bien como un jovencillo presuntuoso y caprichoso, hipócrita y deslenguado. Se atreve, incluso, a burlarse de las lecciones de narrativa y de arte secuencial, cachondeándose de esos métodos y manuales que muchas veces hemos dado por buenos, y que lo que hacen es homogeneizar los tebeos, como si se pudieran intercambiar las viñetas y los bocadillos.
No es la primera vez, ya digo, que Vivès deja salir su ramalazo más vitriólico. Con anterioridad se ha atrevido con las cuestiones complejas y con las superfluas, sin embargo, al elaborar este panfleto –principalmente por la agresividad que destila- desde dentro del propio negocio de los cómics, que tan bien conoce y del que vive profesionalmente, la mala leche que demuestra es todavía más llamativa. Está claro que fuerza las situaciones hasta el extremo, pero no por ello dejan de ser reales o, al menos, plausibles. Hace predicciones de futuro, juega con personas reales y traza una clasificación de la fauna habitual en los salones, festivales y convenciones, tan acertada que acaba retratándonos a todos. Ninguno de nosotros va a salir bien parado.
Los tebeos solo tiene un problema, que es demasiado corto.