Quizás – de buenas a primeras – no se reconozca el nombre de la autora de este tebeo, Ana Oncina (Elda, 1989), pero la cosa cambia bastante si se menciona al dueto protagonista de su trabajo más famoso hasta hoy: Croqueta y empanadilla. Las cómicas aventuras cotidianas de esta pareja han dado muchas alegrías a su editorial madre – La Cúpula – convirtiéndose en superventas. Por eso, quizás lo primero que nos sorprende es el traslado de Oncina a la editorial Planeta. Y nos sorprende, aún más, por haberse establecido – a partir de 2019 – a través de las páginas del primer número de la revista Planeta Manga, envuelta poco después en una polémica sobre la mísera retribución de sus dibujantes. Tras dos años – también con Planeta – Oncina publicó su primer libro de Manga: Just Friends. Un giro hacia el estilo del Cómic japonés que ahora se confirma con una nueva obra excelente, titulada igual que la editora donde se publica: Planeta.

 

Fig. 1 – Federico Amorós y José Sanchís (1978) “¡Rueda Mortal!” en Mazinger Z n. 1, p. 16.

Ciertamente, el Manga hecho por dibujantes españoles consta ya de cierto recorrido histórico. Como en tantos otros lugares de Occidente, la primera exposición de la infancia ibérica a la estética del Manga/anime se produjo mediante las series animadas de televisión: Heidi (TVE, 1975), Marco, de los Apeninos a los Andes (TVE, 1977) y Mazinger Z (TVE, 1978). Las dos primeras – producidas por Nippon animation – contaron con Hayao Miyazaki como encargado de fondos escenográficos y, por aquí, con sus correspondientes versiones al Cómic, perpetradas por la editorial madrileña Ediciones Recreativas. Sería, no obstante, a partir de la tercera de ellas – la única que en origen adaptaba una historieta – desde donde iba a brotar el que consideramos como primer caso de Iberomanga: Mazinger Z (Ediprint, 1978) con guiones de Federico Amorós y dibujos de José Sanchís (fig. 1). El creador del gato Pumby sería el autor pionero en adoptar parcialmente para la Historieta española los códigos del Cómic japonés, mediados en su caso por los dibujos animados. Y no solo, Sanchís es también el probable precursor mundial del fenómeno: adelantándose a los comic-books estadounidenses de The Battle of the Planets (Gold Key, 1979) de Winslow Mortimer – que por entonces se trasladaron a España en formato álbum – y al italiano Big Robot (Bianconi, 1980) de Alberico Motta.

 

 

Con todo, la verdadera eclosión comercial del Iberomanga se produjo tiempo después: tras el huracán que supondría – durante 1989 – la emisión en varios canales autonómicos de la FORTA de Dragon Ball, adaptación de su propio cómic por Akira Toriyama. Pronto, desde Barcelona, se publicaría una versión paródica superventas: Dragon Fall (Camaleón, 1993) de Nacho Fernández y Álvaro López. De entre esta primera generación del Iberomanga, surgiría como mejor exponente la figura de Ken Niimura (Madrid, 1981) hoy mundialmente conocido por Soy una matagigantes (Image, 2009). Quizás – a medida que la producción autóctona madure – podría producirse en España algo semejante a la escisión adulta del manga francés o manfra, conocida como Nouvelle Manga desde 2001. Lo que, desde luego, sí lleva tiempo sucediendo es la entrada de mujeres como creadoras del Iberomanga, entre cuyos nombres destaca la barcelonesa María Llovet, una dibujante fuera de serie. A lo largo de estos últimos cuatro años, Ana Oncina se ha incorporado con mucha fuerza a esta nómina de autoras.

 

Tal como su anterior Just friends (2021), Planeta pertenece a un género específico dentro del manga: el yuri o romance lésbico. El yuri cuenta con amplios antecedentes en Japón, desde El trébol misterioso (1934) de Katsuji Matsumoto hasta Sailor Moon (1991) de Naoko Takeuchi, pasando por La princesa caballero (1953) de Osamu Tezuka o el shojo manga del grupo 24 como La rosa de Versalles (1972) de Riyoko Ikeda. El amplio éxito del yuri desde los noventa en el país del Sol naciente, ha provocado su ramificación en múltiples subgéneros, entre uno de los cuales se inscribe este Planeta: la ciencia-ficción. Dentro del yuri de ciencia-ficción predomina otra subespecie: el isekai o trama del portal mágico como en Me enamoré de la villana (2018) de Inori y Hanagata. Sin encuadrarse en el isekai, el Planeta de Ana Oncina muestra cierta semejanza en sus premisas – que no en su desarrollo o dibujo – con Love DNA XX (2009) de Eiki Eiki y Taishi Zaou, donde la sociedad futura debe adaptarse tras un virus que ha exterminado a la población masculina. No obstante, por estética y temática, el nuevo trabajo de Oncina se aproxima mucho más a otro de los géneros del manga: el josei – orientado al público femenino adulto – con títulos como Nodame Cantabile (2001) de Tomoko Ninomiya o IS (2003) de Chiyo Rokuhana, este último sobre la vida de dos personajes intersexuales. Sin embargo – frente a la dinámica editorial del Manga que supone la prepublicación de sus series en revistas mensuales – el tebeo de Oncina se edita aquí directamente en forma de libro autoconclusivo, mayor en sus dimensiones que el típico tankobon y, además, en color.

Tras múltiples pandemias y desastres ecológicos, los seres humanos se han visto obligados a migrar al planeta Nebulón donde viven en pareja, asignada tecnológicamente desde el nacimiento para garantizar un “perfect match”. Esto es importante ya que, a priori, pasarán toda la vida no solo juntas sino también aisladas del resto de sus pares humanos con los que solo interaccionan a través de unas gafas de realidad virtual. De esta manera, aún tratándose de ciencia-ficción, la historia de Ana Oncina se hace eco de nuestro reciente aislamiento domiciliario a causa del COVID, toda una prueba de resistencia para muchas parejas. En este futuro distópico, la protagonista Val3 sufre una crisis con An7, su “igual”. Esta se desencadena a causa de sueños recurrentes que – frente al atolladero de la base planetaria – permiten a una renombrada Valentina recordar o imaginarse – en una idílica casa rural – el episodio de enamoramiento mutuo con Ane, versión pasada de An7 que comparte nombre con la autora de este cómic.

Aquí debemos detenernos en el aspecto gráfico: Oncina respeta los códigos figurativos del Manga – como los grandes ojos decame o la triangulación de los rostros – pero, sobre todo, aprovecha al máximo la ventaja diferencial que ofrece el color, casi ausente en el Cómic japonés. Al final del volumen, se nos ofrecen un par de cortes isonométricos que reflejan los dos hogares de la protagonista: una cabaña de pueblo y la base humana en Nebulón. Estos dos lugares suponen también dos tiempos diferentes: nuestra época contemporánea y un futuro lejano de colonización espacial. La autora valenciana opta por distinguir ambos planos espacio-temporales del relato, precisamente, a través de su tratamiento cromático: la memoria del pueblo se muestra en una gama dominada por el ocre y el sepia mientras que el espectro de la atmósfera futura oscila entre el azul y el verde. Esta doble paleta apoya el contraste entre la monotonía de ambos escenarios: el pequeño pueblo donde irrumpe el enamoramiento – expresamente tildado como cálido en sus diálogos – y la burbuja climática de Nebulón – explícitamente designada como fría – telón de fondo en la crisis sentimental. Tal pauta – que recuerda mucho al Viene y va de AJ Dungo – solo se viola en las fiestas virtuales del mundo futuro, a través del afloramiento del color rosa. y en la secuencia final donde se resuelve el conflicto entre ambas dimensiones combinando el ambiente del pasado con la figura verde de Valentina.

 

Fig. 2 – El rostro de Valentina/Val3 escindido entre pasado y futuro.

Allende el color, este debate entre lugares y momentos se traslada a la propia puesta en página a través del juego con las simetrías: frente a la secuencia del coqueteo campestre bajo la nieve – perfectamente simétrica – la discusión final entre Val3 y An7 rompe el equilibrio de esta correspondencia visual y afectiva, especialmente desgajando sus rostros por la mitad, un aspecto avanzado anteriormente en una viñeta que, en la práctica, condensa el conflicto interno de Valentina/Val3 y la entera trama de este tebeo (Fig. 2).

Pero Oncina no se queda ahí, esta danza también se despliega en el découpage de las viñetas. Los juegos de focalización/identificación sobre el punto de vista de cada personaje se emplean hábilmente, apoyados por secuencias de acercamiento o alejamiento con zooms que parten o terminan en una gran viñeta de situación, estrategia muy efectiva y habitual en mangas como los de Kazuo Kamimura. Sin embargo, el aspecto más sutil pasa incluso inadvertido en una primera lectura rápida: la valenciana aprovecha varios cambios de página para aplicar saltos de eje. Pongamos como ejemplo una doble plancha magnífica de la primera secuencia del libro (fig. 3). En ella – tras despertar a Valentina – la perra Sopa reclama el desayuno a ladridos, por así decir, desde la extrema izquierda de la página izquierda, mirando hacia su dueña que se acerca: nos hace adoptar el punto de vista del animal. Tras desperezarse y ponerle la comida a su mascota – una vez rebasada la posición de Sopa – Valentina se prepara y sirve su café matutino: sin casi darnos cuenta adoptamos la mirada de la humana y ahora es ella quien está a la izquierda de la imagen. Este recurso se refuerza, además, mediante la diferencia de encuadre entre las dos viñetas que presentan un plano frontal general de la cocina: en la primera se usa un semicontrapicado, vemos hacia arriba, como la perra a la humana, y en la segunda un semipicado, vemos hacia abajo, como la humana a la perra. En este Planeta, Ana Oncina hace gala de un dominio magistral de los recursos del Cómic.

 

Fig. 3 – Valentina se levanta, pone la comida a su perra y se sirve un café.

 

De vuelta a su argumento literario, en la historieta de Oncina, como en la mejor ciencia-ficción, laten problemas metafísicos de hondo calado. Resulta inevitable recordar a Platón quien – en el célebre Banquete presenta su leyenda de la androgínia, la primera vez que surge este término en Occidente. Según el filósofo griego, en origen, cada un@ de nosotr@s éramos seres completos, reuniendo una suerte de pareja siamesa de forma esférica con atributos sexuales, por una parte, masculinos y, por otra, femeninos. No obstante, entre estos andróginos primordiales, también había uniones de dos mujeres o dos hombres: A las mujeres, que provienen de la separación de las mujeres primitivas, no llaman la atención los varones y se inclinan más a las mujeres; a esta especie pertenecen las tribades (191e). En cualquiera de los casos, Zeus partiría a estos seres por la mitad, abocándonos a una búsqueda perpetua de nuestra media naranja durante el resto de nuestras vidas. Esta premisa del gemelo perdido – particularmente vívida en la homosexualidad según el psicoanálisis – es el núcleo del conflicto narrativo en el Planeta de Ana Oncina.

La predestinación tecnológica de la pareja plantea claramente la cuestión: ¿el amor nace o se hace? ¿la orientación sexual nace o se hace? Sin duda, el destino prefijado es madre – donde las haya – de las tragedias pero, frente al libre albedrío, también nos libera de toda responsabilidad, esa versión laica de la culpa. Así, Planeta nos expone la endiablada elección imposible entre el depresivo confort de la fatalidad – asumir nuestra propia muerte – y la no menos desgarradora entrega al voluble circuito dionisíaco de los deseos y las pasiones, por naturaleza fugaces.

Con antelación al Banquete, Platón había elaborado en el Menón su teoría de la memoria como anamnesis o reminiscencia, donde propone que conocer es recordar. Y así, Valentina sueña con un relato que dota de soporte y sentido a la experiencia de una asignación predeterminada de su pareja. Entonces, al orden simétrico del espacio corresponde, en el plano temporal, la repetición, sus rituales e instituciones con los que pretendemos controlar aquello que necesariamente se nos escapa de las manos, nuestra propia vida. Pero también somos algo más que memoria, la consciencia es también la experiencia inmediata y, por tanto, el olvido resulta imprescindible.

El déjà vú de los sueños premonitorios de Valentina apunta hacia esta problemática sobre  memoria y repetición: la viñeta final se prefigura antes en el mismo libro y ya no solo dudamos sobre cual de los planos – el pueblo o Nebulón – corresponde a la “realidad” o a la “imaginación”, sino que quizás también la propia historia se trate de una repetición, un bucle sin retorno. Es decir, Oncina aplica con una notable destreza la dialéctica entre “intriga de predestinación” y “frase  hermenéutica”, expuesta por el crítico de Cine Jacques Aumont:

Cuando vamos a ver una película de ficción, siempre vamos a ver la misma película y otra diferente. Esta contradicción proviene de dos tipos de actividades. Por un lado, todas las películas cuentan la misma historia a pesar de sus diferentes episodios y apariencias: todas tratan de la confrontación del deseo y la ley (…) Así, aunque siempre sea diferente, cada historia es siempre la misma. Por otra parte, todas las películas de ficción siguen el mismo camino al dar la impresión de un desarrollo constante y, entonces, (surge) una erupción que supuestamente solo se debe al azar y no a fórmulas predecibles. Por lo tanto, los espectadores se encuentran en una situación paradójica: pueden prever y sin embargo no prever lo que seguirá en la historia, mientras quieren saber y sin embargo no quieren saber lo que está por suceder. (…) La película de ficción tiene, por tanto, el carácter de un ritual, ya que debe llevar al espectador a la revelación de alguna verdad o solución final, superando primero un cierto número de etapas obligatorias y desvíos necesarios. (…) Como resultado, la progresión en una película de ficción en su conjunto está modulada por los dos códigos de la intriga de predestinación y la frase hermenéutica. Una intriga de predestinación consiste en revelar, en los primeros minutos de una película, tanto la esencia de la trama como su resolución, o al menos la resolución deseada.[1]

Fig. 4 – Val3 sorprende a An7 por detrás

 

Sin duda, nos encontramos – retórica y literalmente – ante una “intriga de predestinación” cuyo conflicto con el “libre albedrío” ofrece una alegoría del Noveno Arte, donde todo está ya ahí entre sus páginas y, al mismo tiempo, necesita que el lector despliegue sus acontecimientos, dándoles vida. Esta dinámica narrativa es perfectamente controlada por Oncina en su historieta, hasta el punto de hacerla por completo absorbente de buen principio: he aquí un tebeo que una vez agarrado no se suelta hasta su viñeta final. Y así – sin spoiler – el libro se cierra con una escena recurrente (fig. 4) desde la misma portada: Cucú ¿quién es? Abre los ojos. En suma, con este Planeta, Ana Oncina entrega su mejor obra hasta la fecha y uno de los mejores cómics españoles de los últimos años: atrápenlo ahora, no se despisten.

 

[1]     Aumont, Jacques (2004) Aesthetic of Film Austin: University of Texas Press, p. 97-98.