Si analizáramos Belleza a partir de los parámetros establecidos hace ya más de cuarenta años por Bruno Bettelheim para descifrar el verdadero significado de los cuentos de hadas, concluiríamos que la nueva serie de Kerascoët (París, Francia, 1975) y Hubert (Saint-Renan, Francia, 1971) es una descendiente directa de dicha tradición y una brillante actualización de los mismos.
Para empezar, el título es tan genérico y descriptivo como mandan los cánones, compuesto por una sola palabra que hace referencia tanto al atributo principal de la protagonista como a su propio nombre. Esta heroína, fea y pobre al principio, vive de mala manera, ocupada en las tareas domésticas más desagradables y sometida a una mujer vieja y malintencionada –madrina en lugar de madrastra- que, en palabras del psicólogo austriaco, “bloquea su existencia edípica feliz”. Pronto, no obstante, conseguirá ascender socialmente gracias a la concesión por parte de un hada, claro, de un impulsivo deseo. Dicho anhelo deparará consecuencias insospechadas, principalmente porque disociará a la muchacha en dos roles antagónicos físicamente que cambiarán la percepción que los demás tenían de ella. Por si todo ese cúmulo de circunstancias no dejara claro ya los referentes de partida de Belleza, podemos añadir reyes, magia, escenarios medievales bucólicos o hechizos milenarios, como ese que había condenado precisamente al hada en cuestión a vivir encerrada en el cuerpo de un sapo (“incluso un animal tan repugnantemente viscoso puede convertirse en un ser hermoso”, afirma Bettelheim).
Arquetipos que, sin embargo, Hubert y Kerascoët desvirtuarán por completo, dándoles la vuelta como a un juguete de goma para mostrarnos su interior. Tópicos desdibujados de los que se servirán para iluminar el reverso tenebroso de las fábulas clásicas, el lado oscuro –por abusar de la expresión- de los mitos infantiles más populares. Como ya hicieran estos mismos dibujantes (por si no lo saben, tras el seudónimo de Kerascoët se esconde la pareja de dibujantes formada por Marie Pommepuy y Sébastian Cosset) con Vehlmann en Preciosa oscuridad, mostrarán el envés de la inocencia de tal manera que, a las pocas páginas, nada se podrá preveer y la historieta se desmelena sin medir las consecuencias. Se da entonces ese fenómeno que a los lectores nos cuesta entender pero que los escritores describen como algo natural, y es que los personajes empiezan a desenvolverse por sí mismos adquiriendo forma definitiva a partir de su comportamiento. Aquello que en la presentación parecía una leyenda aleccionadora se embrutece rápidamente derivando hacia un relato imprevisible, cruel, envenenado, sin moralejas ni aprendizajes.
Si recuerdan el álbum de La Pitufina (1967) se harán una ligera idea de por donde van los tiros. Allí era Gargamel el que daba vida a una pequeña pitufita para que sembrara la cizaña entre los alegres duendecillos, una premisa que en manos de Yvan Delporte y Peyo traspasaba los estrictos límites del tebeo juvenil para colar ramalazos de crítica social. De nuevo, la fulgurante hermosura de una mujer desconcierta a los hombres que la rodean, les desarma, y han de ser ellas quienes se pongan manos a la obra para dirigir el destino de sus mundos. Hay algo de venganza feminista, de ajuste de cuentas, de empoderamiento obligado por las propias circunstancias, frente al caos creado por machos que se comportan como animales en celo (el sexo y la lujuria también son componentes clave), dejando tras de sí un reguero de sangre y desesperación.
Las apariencias engañan en más de un sentido, y el propio trazo de los Kerascoët, limpio, sencillo, modélico, de una línea clara que va desde Saint-Ogan a Otto Soglow y desde el Disney más primitivo, el de cortos como The Skelenton Dance (1929) o Ye Olden Days (1933), hasta Talus Taylor, el ilustrador de los álbumes de Barbapapá, esconde por su parte un mundo de sombras, y una realidad no tan edificante. La supuesta candidez del trazo esconde una historia compleja y rica en matices, un contraste entre fondo y forma perfectamente apreciable en la presentación elegida por Astiberri. Aunque la primera tirada en francés era en color y en tres libros, la editorial vasca ha optado por el formato integral en bitono a imagen y semejanza de la edición limitada con la que Dupuis buscaba reproducir las planchas originales y en la que incluía además un epílogo inédito.