Hay algo que chirría. Eso fue lo primero que me dije al cerrar el tercer volumen de Box (Satori Ediciones, 2020), la primera obra publicada en nuestro país del veterano mangaka Daijirô Morohoshi (Tokio, 1949).
Morohoshi debuta en 1970, cuando Osamu Tezuka está reclutando autores para llenar las páginas de COM, la revista con la que pretende dar réplica a Garo y a su manga de autor. Allí publica Junko Kyōkatsu (el chantaje de Junko), una historia corta en la que un joven yakuza recuerda un antiguo amor (imagen 1).

Imagen del blog Bunji Square

 

En 1974, otra historia corta, Seibutsu Toshi (Ciudad biológica), un relato de ciencia ficción con elementos malsanos que incumben a humanos y máquinas fusionadas por efecto de una forma de vida fúngica alienígena e inteligente, es seleccionada en la séptima edición de los premios Tezuka, que pretenden servir como plataforma de lanzamiento de nuevos talentos. Ese mismo año, el tokiota empieza a publicar la que será su serie más longeva, Yōkai Hunter, para la revista Weekly Shōnen Jump. Esta saga intermitente, hecha a base de historias autoconclusivas, sigue la pista de Reijiro Hieda, un arqueólogo que viaja por el archipiélago japonés en búsqueda de fenómenos sobrenaturales en los que se vean involucrados las criaturas fantásticas que pueblan el folclore nipón. Cazador de yokais tuvo su propia en 1991 su propia adaptación cinematográfica, Hiruko the goblin, de la mano del cineasta japonés, Shinya Tsukamoto, responsable de las pelícukas de Tetsuo, sin ir más lejos.

Primera página de Seibutsu Toshi

 

 

A Morohoshi se le ha colgado la etiqueta de autor de estilo gráfico singular, inimitable; incluso el maestro Tezuka reconoció que no podía copiar su manera de dibujar. Aunque no haya traspasado con éxito las fronteras de su país, el mangaka es un autor reconocido en su tierra natal. Sin ir más lejos, su serie Mud Men, que empezó a publicar en 1979, cautivó a Haruomi Hosono de la Yellow Magic Orchestra, quien compuso la pieza The Madmen para el álbum Service (2003). Hayao Miyazaki también ha reconocido la influencia de Morohoshi en su trabajo, concretamente en La princesa Mononoke. Lean si quieren este hilo de la buena gente de Espai Daruma, para tener más datos del autor.

En Francia, se publicó otra de sus series, Shiori y Shimiko (5 volúmenes, Bamboo Édition, 2006-2008), con más pena que gloria. En el 2000 recibió el gran premio de la cuarta edición del Osamu Tezuka Cultural Prize por Saiyu Yoenden (El rey mono y otras leyendas chinas).

Pero lo dicho, después de leer los tres volúmenes Box me queda la sensación de que hay algo que se me escapa, algo que no acaba de cuadrar. Esta es una de las últimas obras publicadas por el mangaka, entre los años 2015 y 2016. La premisa recuerda a títulos emblemáticos de la ciencia ficción reciente, como Cube (1997), sus criaturas tienen un algo del horror de Lovecraft y sus puzzles, mucho de MC Escher. Siete desconocidos reciben unos rompecabezas en casa y acaban todos frente a una misteriosa construcción cúbica. Al entrar en ella quedan atrapados y descubren que solo podrán salir vivos de esa estructura escheriana si resuelven los entuertos que traen consigo, superan los que les plantea la estructura y colaboran entre ellos sin que llegue la sangre al río.

De dibujo sobrio, que remite al Umezu más comedido, Morohoshi pretende construir un thriller oscuro, emparentado con el survival horror, extremadamente cerebral y calculado, frío incluso en su manera de plantear y resolver cada situación, sumamente trasnochado cuando se plantea abordar temas de género, con la patologización de la identidad trans, y que deja una sensación de cierto fracaso en el intento de trasladar al lector la sensación de claustrofobia y terror que sufren los personajes de la historia. No hay nada que despache de malas maneras al lector, pero al mismo tiempo, su trama cerebral y ese recrearse en las ilusiones visuales y las figuras imposibles, propias de Escher, no consiguen dejar huella alguna tras su lectura.

Bien por Satori Ediciones por traer a España a un mangaka aún inédito en occidente, aunque quizás podrían haber optado por alguno de sus trabajos más reconocidos y no esta obra crepuscular, realizada con madurez y solvencia, pero también resuelta con el piloto automático en marcha. Esa es la sensación.