Más de medio siglo después de su primera aparición en la revista Shônen Gahô llega, por fin, la traducción al castellano de uno de los clásicos de Kazuo Umezu (Koya, 1936), El chico de los ojos de gato. Hasta ahora, solo habíamos tenido la ocasión de disfrutar de su obra más reconocida, la excelente Aula a la deriva. No obstante, daba la impresión de que la mala experiencia de Ponent Mon con dicho título habría escarmentado a las editoriales de cómic españolas y ha tenido que ser Satori, un sello especializado en temática japonesa pero recién llegado al mercado de las viñetas, quien nos acerque alguno de los viejos tebeos de Umezu (de hecho, también anuncian próximamente la antología La casa de los insectos).

La obra en cuestión se compone de una colección de historietas autoconclusivas, publicadas originariamente en diferentes cabeceras, de extensión variable e interés creciente. Las dos primeras, El hombre inmortal y El demonio feo, aun siendo entretenidas, son los típicos relatos de terror en los que los personajes se ven alcanzados por su pasado y deben pagar un alto precio por los pecados cometidos durante su juventud. En ellos, el Chico de los Ojos de gato juega un simple papel testimonial, como mero narrador o como simple excusa para denunciar algunos de los peores comportamientos de los seres humanos.

Sin embargo, a partir del tercer capítulo, y coincidiendo con el pase de la serie a la escudería Shogakukan,  la colección crece cualitativamente por dos grandes razones. Por un lado, el protagonista empieza a implicarse con mayor convencimiento. Continúa siendo una criatura errante, un inadaptado que no encaja en el mundo de los humanos ni en el de los demonios, pero alcanza mayor envergadura cuando empieza a interactuar seriamente con quienes le rodean. Por otro, las historias ganan peso al dejar de basarse en las vilezas de ciudadanos particulares o en las venganzas habituales para entrar en el inquietante mundo de los yôkai, y tomar como inspiración la rica tradición espiritual del folclore nipón.