De pequeño, odiaba las espinacas. No es extraño a esas tiernas edades, pero es importante añadir que, como aliciente para engullir las dichosas verduras en cualquiera de sus formas de presentación, siempre me decían eso de “si te las comes te pondrás tan fuerte como Popeye”. Claro es por tanto que, con semejante condicionamiento, pasara de detestar profundamente las verdes amarantáceas a desarrollar, además, cierto rechazo pauloviano por las aventuras del tuerto marinero. Así que debo reconocer que, durante mucho tiempo, evité de forma prudente cualquier contacto con el forzudo marinero que, por esa época, conocía tan sólo de los dibujos animados que se emitían por la tele, en aquellos tiempos todavía en blanco y negro. Supongo que este trauma infantil gastronómico estaría también en la base de mi desprecio a los tebeos de Popeye dibujados por Bob Sagendorf que nos llegaban por los años 70. Primero, que los susodichos no eran especialmente destacables y, segundo, que el marinero de imposibles antebrazos se dedicaba a engullir botes de espinacas como quien se bebe una limonada, lo que me provocaba un inevitable gesto de aversión.
Y así siguió la cosa hasta que llegó el Sr. Javier Coma. Allá por la década de los 80, en pleno “boom” de las revistas, sus artículos sobre series de prensa americana no hacían más queponernos los dientes largos.
Segar rompía la estructura del gag, la tensión humorística ya no se concentraba en el chiste, sino en largas situaciones que permitían dobles y triples lecturas
Series y más series que desconocíamos completamente y cuyos pocos ejemplos nos auguraban maravillas nunca antes vistas: Terry y los Piratas, Captain Easy, Mickey Mouse, Polly and her Pals, Krazy Kat, Little Nemo in Slumberland… Cada artículo suyo, con todo lo criticable que fuera su estilo, era un reto a descubrir historietas que marcaban la historia del medio. Un día le dedicó un artículo a Popeye. Al original, al de Segar. Por aquello de los malentendidos, yo pensaba en ese momento que pocas diferencias existirían entre el original y el de Sagendorf que había conocido, pero el Sr. Coma sólo hacía que glosar las excelencias de las aventuras del marinero tuerto de Segar. Que, por cierto, su nombre original era Thimble Theatre. Y, además, no nombraba para nada las espinacas.
Algo fallaba. Una de dos: o Don Javier no había pasado nunca por traumas infantiles relacionados con las verduras o yo tenía una idea muy equivocada de aquella serie. Y no era fácil resolver la duda, porque las ediciones del Popeye de Segar, eran casi inencontrables. Pero con perseverancia todo se consigue y, por fin, cayeron en mis manos unas recopilaciones americanas de Thimble Theatre Popeye. La sorpresa no pudo ser mayor.
Yo conocía un personaje bonachón adicto a las espinacas y en aquellas tiras encontré a un tipo antipático, antisocial, pendenciero y tramposo, que no duda en hacer trampas y pegarse con quien haga falta, pero sin perder nunca de vista un cierto sentido noble del bien y del mal. Un personaje que vive aventuras absolutamente surrealistas, con un elenco coral de secundarios delirantes, que van desde el simple pero sensato zampabollos (más concretamente, zampahamburguesas) de Wimpy a personajes tan cubistas como Alice the Goon, pasando por la terrible Bruja del Mar o el delirante y mágico Eugene the Jeep.
Un tipo al que, además, no le gustaban las espinacas. Segar había conseguido con Thimble Theatre Popeye una serie completamente distinta a todo lo visto: partía del alocado “slapstick” de Sennet para inmiscuirse en la comedia social costumbrista, pero continuamente preñada de un torrente desbordado de ideas. Popeye se atrevería con la crítica política, con la crítica social y con cualquier cosa que se le pusiera con delante, en un camino sin rumbo aparente, pero dotada de una asombrosa coherencia interna. Segar rompía la estructura del gag, dinamitaba continuamente la convención tradicional que veía en la tira una unidad narrativa para afrontar largas historias donde la tensión humorística ya no se concentraba en el chiste, sino en largas situaciones que permitían dobles y triples lecturas. Popeye, superfuerte e invulnerable, el primer superhéroe de facto de la historia (cuyos poderes, por cierto, no provenían de las espinacas, sino de haberse tropezado con un rarísimo pajarraco mágico, el Whiffle Hen), era capaz de resolver sus problemas siempre a base de mamporros, pero era capaz de desarrollar también ácidas y corrosivas visiones de su época. Fantasía y realidad mezcladas sin solución de continuidad en un contraste continuado del que sólo se podía obtener un resultado: una obra maestra.
Por desgracia, la gran creación de Segar fue engullida por la mercadotecnia, quedando sólo un icono popular que apenas recuerda sus verdaderos orígenes (¡Hasta le han querido quitar la pipa! ). Pero los tebeos de Segar siguen estando ahí, demostrando que, durante nueve años, Popeye fue el centro de un torrente de originalidad, ideas, experimentación y genialidad. Ahora siguen sin gustarme las espinacas. Pero adoro a Popeye.