Por si todavía hace falta presentarlos vamos a tirar por el camino de en medio (o sea por lo fácil) y copiar las palabras del propio Pedro Vera (San Pedro del Pinatar, Murcia, 1967) incluidas al cierre de la página de derechos: “Ortega y Pacheco comen cristales, cagan higos de pala, se lavan los huevos con lejía Conejo y estrenaron el culo de Chuck Norris haciendo la mili en el Afrika Korps”. ¿Se puede añadir algo más? Poco, la verdad, pero hay que intentarlo.
Para empezar, este tomo es una contradicción en sí mismo. Posiblemente, no haya en el tebeo español personajes de cómic que por su idiosincrasia encajen menos con una edición de estas características. Ellos que han batallado a tortazo limpio contra los comportamientos pretenciosos de intelectuales y tertulianos, y que han denunciado hasta hartarse las ansias por figurar, ahora van y se nos venden al oropel, traicionan sus principios y se descuelgan con un lujoso volumen de tapa dura que incluye material extra y hasta páginas inéditas. Sólo le falta el papel satinado y el prólogo de Pérez-Reverte.
Pedro Vera se erige en despreocupado vigilante presto a revelar la mugre cotidiana que nos contagia a todos
Desde la misma portada, en la que posan recién salidos de la peluquería, con sus respectivos cardados, a imagen y semejanza de esos duetos de música pop ochentera melosa y cutre -a ver cuántas veces repito esta palabra en una reseña tan corta-, estos gañanes se burlan del libro de marras, de sí mismos y de todo cuanto les rodea, cumpliendo además el papel de cronistas de aquella España de Aznar que tan bien iba. Las historietas incluidas en esta entrega, que se mueven entre el amateurismo del debut y la genialidad de etapas posteriores, datan precisamente de la segunda mitad de los noventa, coincidiendo con la primera victoria electoral del Partido Popular y con la edad de oro de la telebasura, y aparecieron en publicaciones de actualidad noticiosa, bien de tono serio (el diario murciano La Opinión) o desde el humor (en El Jueves desde 1998).
A aquellos primerizos (y divertidísimos) Ortega y Pacheco se les entiende mejor en dicho contexto, cuando supuestamente vivíamos ya en un país moderno, integrado en Europa y a la cabeza del crecimiento económico. Sin embargo, en un segundo plano, España seguía siendo terreno abonado para los aprovechados, el mamoneo y el dinero fácil, para los engañabobos y los famosos, una categoría nacida por entonces y que ha crecido hasta extremos incontrolables. En ese plano, en esa especie de dimensión alternativa, es donde vivían los personajes de Pedro Vera, libres y dispuestos a impartir justicia. Y precisamente en este punto llegamos a la cuestión más perversa de todas: es posible que algunos lectores, en un momento de debilidad, les envidiemos en secreto. En más de una ocasión, reconozcámoslo, desearíamos ocupar su lugar y escarmentar a toda esa gente siguiendo los métodos de sus referentes, o sea Bud Spencer y Terence Hill, Chiquito de la Calzada y Charles Bronson, nada menos.
En estos días de falsa corrección política, de sensibilidad ciudadana (tan) a flor de piel, de suspicaces agentes sociales preparados para denunciar cualquier salida de tono, Pedro Vera, esa rara avis, se erige en despreocupado vigilante presto a revelar la mugre cotidiana que -no nos engañemos- nos contagia a todos. Como agudo retratista, dispuesto a reutilizar los chistes más sobados dotándolos de nueva gracia, es más necesario que nunca.