Bastien Vivès (París, 1984), como los grandes del oficio, personifica en sí mismo perfiles artísticos complementarios. Es un dibujante fabuloso, con una aparente (e insultante) facilidad para crear personajes con una sola línea. Como guionista, por otro lado, posee la facultad de elevar la anécdota a categoría con absoluta coherencia, armando relatos a partir de un detalle, de un malentendido o de una conversación. Y finalmente como historietista domina los resortes narrativos del medio. Cualidades que no suponen una merma en forma de molesto perfeccionismo que le impida publicar con asiduidad, sino todo lo contrario.
Sin ir más lejos, el año pasado coincidieron en el mercado francés la enésima entrega de Last Man, la primera del spin-off surgido de ésta (Last Man Stories), las polémicas La décharge mentale y Petit Paul -prohibida incluso en algunos puntos de venta-, fruto ambas de la cómica y provocativa insistencia suya en la importancia del tamaño de determinados atributos y apéndices físicos, y La blusa, la última de sus obras traducida al castellano. Ejemplos de una prolificidad que ya le ha convertido, pese a su juventud, en todo un veterano.
Lógicamente, a lo largo y ancho de su carrera, iniciada profesionalmente en 2006 con Poungi, firmada bajo seudónimo, se pueden reconocer determinadas constantes sobre las que vuelve a menudo, convirtiéndolas en ocasiones en eje fundamental alrededor del que edificar la historia, o por el contrario orillándolas de modo que las usa solo para crear ambiente, sin traerlas al primer plano. Entre tales reincidencias podríamos señalar el protagonismo de la juventud, las relaciones intergeneracionales, el sexo o los ambientes burgueses urbanos.
En el caso concreto de La blusa vuelve a recuperar con énfasis esas cuestiones, convirtiéndolas en pilares básicos de la estructura, reforzándolos, por si acaso, con otros materiales complementarios: la frustración, el deseo o la lujuria. En cierto sentido, rescata también la esencia de Una hermana, aunque a otro nivel, sin llegar a la carga sentimental de aquella, pues igualmente se la puede considerar una obra de autodescubrimiento y despertar sexual, salvando las distancias. Séverine sustituiría por lo tanto a Antoine, y el papel jugado allí por Helena lo asumiría aquí la prenda de ropa del título, pero generando en ambos el mismo desconcierto.
Superada más de la mitad de la lectura, a la altura de la página 132, tropezamos con una elocuente frase en boca de Séverine: “No lo entiendo. Nunca le he importado a nadie y de repente, de la noche a la mañana…” Efectivamente, una existencia anónima, tranquila, anodina incluso se transforma en un carrusel de vivencias arriesgadas, rodeada por personajes masculinos tal vez demasiado arquetípicos (el policía duro y cansado de su trabajo, el profesor universitario de mediana edad, el novio inmaduro e indiferente), que más que personas son modelos.
Sin embargo, el principal valor de La blusa es su capacidad de resetearse, de reinventarse justo en el momento en el que parece que vaya a encallar. Casi imperceptiblemente, introduce de soslayo temas de gran impacto social (terrorismo, violencia de género) a base de golpes de efecto muy bien situados. Es un ejemplo perfecto de esa clase de ficciones que creemos tener controladas a los pocos minutos o a las pocas páginas, a las que incluso nos atrevemos a predecirles un final, pero que, de repente, dan un volantazo que además de despistarnos, de obligarnos a releer todo lo que hemos leído antes, amplían su eco más allá de la última viñeta.