Alejandro Jodorowsky (Tocopilla, Chile, 1929) no se ha caracterizado nunca por su modestia ni por su contención a nivel artístico. Creador desmesurado e iterativo, ha mantenido en sus cerca de cuatro décadas de carrera dentro del negocio del cómic una pétrea fidelidad a determinadas filias místico-mágicas muy reconocibles. De tal modo que aprovechaba escenarios y patrones de géneros tradicionales (ciencia-ficción, fantasía, histórico) para vaciarlos de su contenido habitual y volver a rellenarlos con sus propias trascendencias. De su enorme producción destacan momentos concretos, ideas geniales, por encima de historietas completas, tal vez porque más que como guionista en el sentido estricto ha ejercido normalmente de inspirador, de guía para los ilustradores con los que ha colaborado.
En una recientísima entrevista publicada en El Mundo, a propósito de su nonagésimo aniversario, reconocía que a lo largo de su vida solo había ganado dinero con los tebeos, “todo lo otro lo hago gratis”, añadía. Y a renglón seguido, rememoraba brevemente su amistad con Moebius (Nogent sur Marne, 1938 – París, 2012), al que conoció trabajando en un primitivo proyecto para la adaptación cinematográfica de Dune, la novela de Frank Herbert, y con quien mantendría una fructífera relación que brilló sobre todo en el histórico ciclo de El Incal (1980-1988).
Después de aquel exitoso trabajo, volverían a reunirse unos años más tarde para dar forma a una saga menos popular, El corazón coronado, que se publicaría originalmente en tres tomos (La loca del Sagrado Corazón, La trampa de lo irracional y El loco de la Sorbona), aparecidos entre 1992 y 1998 en Francia, y que ahora se reedita completa en castellano en un único volumen que toma el título de la primera parte de la trilogía.
Allí se narra -¡cómo no!- un viaje, físico y mental, el de Alain Zacaría Mangel, profesor de filosofía en la Sorbona, y líder espiritual de un reducido grupo de alumnos, que de la noche a la mañana verá como todo se va al traste, quedándole como única tabla de salvación el auxilio de una de sus estudiantes. A partir de ahí todo le va cuesta abajo, a un ritmo, además, trepidante, dando paso a una comedia ocurrente, por instantes cercana a la screwball clásica, en la que un Jodorowsky especialmente implicado e inspirado maneja con soltura sus típicos planteamientos trascendentes (la castración figurada, la liberación del auténtico yo, el peso traicionero de los convencionalismos sociales o el sexo tántrico) que chocan con estrépito con la realidad pura y dura, para acabar rematando la faena con una especie de Tintín y los Pícaros lisérgico y descontrolado.
Un Jodorowsky inspirado maneja con soltura sus típicos planteamientos trascendentes que chocan con la realidad pura y dura, para acabar rematando la faena con una especie de Tintín y los Pícaros lisérgico y descontrolado
Todo en La loca del Sagado Corazón es transformación, tránsito y evolución. Los protagonistas salen de esta aventura –la más autobiográfica de cuantas ha firmado el psicomago chileno- convertidos literalmente en personas diferentes. Mientras, Moebius va a lo suyo. Sin levantar la voz va contagiándose del desmadre ambiental y se va despreocupando a medida que avanzan las páginas, dejando a un lado, cada vez con más convencimiento, el alto grado de detallismo del arranque. Saltando de un registro a otro (del naturalismo a la caricatura y vuelta a empezar) con facilidad y soltura, demostrando quien es aquí el auténtico genio.
En contraste a tanto cambio, la obra en su conjunto mantiene intactas ciertas virtudes que le han permitido resistir con carácter el paso del tiempo. La primera, no tomarse nada, por grave que sea, demasiado en serio, para eso ya están los Metabarones, los Tecnopadres y las Diosamantes. La segunda, contraponer con naturalidad el plano psíquico y el factual, corporeizando los pensamientos y las sensaciones con mucha gracia. Y la tercera, burlarse de uno mismo, incluso físicamente.
“Es que soy grande”, apuntaba Jodorowsky en la conversación que señalábamos al principio, reconociéndose a la misma altura de los dibujantes con los que había trabajado. Pues eso, grande y humilde, y que si quiere puede ser hasta gracioso.