El peor favor que se le puede hacer a March es intentar venderla con eslóganes que la equiparen a Maus o a Persépolis. Es cierto que nos hallamos de nuevo frente a una ambiciosa biografía, que además adquiere su mayor sentido al hallarse fuertemente imbricada en el seno de uno de los periodos clave de la historia del siglo XX, y que por esa misma condición, encierra las necesarias dosis de épica y tragedia, de dolor y sacrificio, que se le suponen a este tipo de relatos. Hasta ahí está claro. El problema, no obstante, si siguiéramos empeñados en dichas comparaciones, es que presentaríamos a March como lo que no es, o peor todavía, como algo que no pretende ser. Ni sus intenciones, ni sus objetivos, ni su estructura clásica, ni su desarrollo naturalista, tradicional, ordenado y neutro, académicamente impecable, tienen absolutamente nada que ver con el rupturismo, la experimentación, el nivel de riesgo o la ambición narrativa de las obras de Spiegelman y Satrapi.
Esta extensa novela gráfica, editada originalmente en tres partes y recogida en un único y grueso volumen, narra las vivencias del congresista John Lewis como activista en favor de los derechos civiles al frente del SNCC (Student Nonviolent Coordinating Committee), y se centra en los diez años comprendidos entre 1955, cuando decide implicarse en los movimientos sociales que reclamaban el fin de la segregación, y 1964, año de la firma por parte del presidente Lyndon B. Johnson de la Civil Rights Act, la Ley de Derechos Civiles que prohibía la discriminación en las escuelas y lugares públicos por raza, color, religión, sexo y país de origen, además de establecer las bases para la igualdad de oportunidades en el empleo. Y de hecho, Lewis, que ejerce aquí como co-guionista junto a su secretario y asesor, Andrew Aydin, fue reconocido en su momento como uno de “los seis grandes” (junto a nombres como los de Martin Luther King o James Farmer), en referencia a los líderes de las principales organizaciones comprometidas en la defensa de las libertades en los Estados Unidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, convirtiéndose en un ejemplo de lucha, de tesón, de compromiso cívico y democrático.
Su experiencia es realmente apasionante, su comportamiento admirable, y merece todos y cada uno de los reconocimientos que se le hagan en este sentido, incluida una hagiografía reivindicativa como March. No cabe duda, además, de que el cómic tiene interés y valor por sí mismo, pero queda lejos de esa excelencia cualitativa y artística que se le supone básicamente por la importancia histórica de lo que cuenta. La enorme trascendencia de lo que hizo John Lewis no supone que un cómic sobre su vida, realizado con profesionalidad y bien entretenido, es cierto, sea de por sí una nueva obra maestra del noveno arte. No se le ayuda creando a su alrededor expectativas que no se corresponden con su naturaleza, y menos todavía alabándolo como si fuera una historieta que marcará un antes y un después en la evolución del medio, cuestión, por otro lado, que solo podría corroborar el paso del tiempo.
March está concebido para explicar un aspecto concreto de aquellos años clave en la intrahistoria de Norteamérica al público en general, pero especialmente a las generaciones que, por edad, pueden no estar familiarizadas con dichos acontecimientos. Al tratarse de un testimonio de primera mano resulta más asimilable para los neófitos, y de hecho ya se ha convertido en una lectura recomendada en los institutos al entenderse como una herramienta educativa de primer nivel y ha recibido numerosos galardones en la categoría de libros destinados a jóvenes lectores. Mantiene un tono didáctico, una intencionada claridad expositiva y un orden narrativo estrictamente cronológico, solo interrumpido al principio de cada capítulo por momentos puntuales de la toma de posesión de Barack Obama como presidente en enero de 2009, un hito que parecía marcar un nuevo inicio y que ahora parece quedar desgraciadamente muy lejos. Es un cómic ambicioso, bien documentado, eficaz y muy útil. No huye del compromiso, no obvia los sucesos más polémicos, no se conforma con un repaso genérico, sino que entra en materia. Aún así, no hay peligro en que ese exceso informativo, esa elocuencia imparable (datos, nombres, siglas y localizaciones poco conocidas para nosotros) haga cundir el desánimo entre los lectores, porque hay pocos descansos, el ritmo es elevado y la realidad acaba por atraparnos.
Al tratarse de un testimonio de primera mano resulta más asimilable para los neófitos, y de hecho ya se ha convertido en una lectura recomendada en los institutos
La elección del dibujante Nate Powell (1978, Little Rock, Arkansas, Estados Unidos), quien ya abordó un episodio similar en El silencio de nuestros amigos, está en sintonía con el espíritu del libro y él, muy influido por Will Eisner, se muestra algo más contenido, incluso más pacato, que en sus trabajos precedentes, posiblemente por exigencias del guión. Entiende a la perfección el condicionante que supone una audiencia potencialmente más amplia, y se contiene para centrarse en lo puramente argumental. Para entendernos, si para definir March utilizáramos un símil cinematográfico, diríamos que está más cerca de Selma que de I’m not your negro, más próximo a El color púrpura que a Arde Mississippi.