Todas conocemos la historia de Trashman, el motero salvaje que Manuel Rodríguez “Spain” creó para el magacín underground de Nueva York, East Village Other, en julio de 1968. Tres años después, la Marvel – siempre tan atenta a los vaivenes del público – lanzaría su propio personaje sobre ruedas: Ghost Rider, el Motorista Fantasma. Sin embargo, otra reapropiación de la casa de las ideas no es tan recordada. En 1962 – años antes de incorporarse al buque insignia del comix underground: Zap! –Rick Griffin comenzaría a colaborar con la revista mensual Surfer de John Stevenson, para dibujar – bajo evidente influencia gráfica de la escudería Mad – al probable primer personaje surfero de la historieta: (Fig. 1). Obviamente, Stan Lee y Jack Kirby no dejarían pasar la ocasión y – en el número 48 de Los cuatro fantásticos (marzo de 1966) – presentaron al primer superhéroe que se desplaza sobre una tabla: Silver Surfer.
Para nuestro propósito, más interesante que Silver Surfer resulta la historia personal de Rick Griffin. Con tan solo catorce años, aprendería a surfear en la playa de Torrance (California) incorporándose de pleno a la subcultura del surf y vinculándose con alguna de sus bandas de rock como The Challengers. Lamentablemente, en 1964, apenas cumplida la veintena, sería atropellado durante unas vacaciones en Australia. A pesar de sufrir severas lesiones – incluso le dieron la extremaunción -su inquebrantable fuerza de voluntad le permitió, para sorpresa de los médicos, volver a cabalgar sobre las olas.
Viene y va – la primera historieta de AJ Dungo (Fort Myers, Florida, USA) – también remite, curiosamente, al discurso biográfico de la enfermedad a partir del surf. Planteada inicialmente en 2016 como un trabajo de fin de carrera sobre la historia de este deporte, se completaría a través del relato de amor del propio autor con su novia Kristen y su progresiva devoración por el cáncer (Fig. 2).
Viene y va alterna ambos discursos en sucesivos capítulos, diferenciándose en su tratamiento del color: para la parte documental emplea gamas del marrón – como fotos desgastadas por el sol – mientras que en la autobiografía opta por diversos tonos del verde que – para culturas clásicas como la romana – es el color del agua.
Tal dinámica polar vincula estos dos temas cruelmente mundanos, el amor y la muerte, precisamente mediante esa substancia de entre los cuatro elementos ancestrales: el agua. Dungo la desdobla en una serie de resonancias axiales: el agua en relación con la tierra y el firmamento, la luna y el sol, el hombre y la mujer, la muerte y la supervivencia. Así, la interpretación de esta obra de duelo e incorporación melancólica se esclarece a la luz del filósofo francés Gaston Bachelard, particularmente su trabajo sobre El agua y los sueños:
“He aquí porqué el agua es la materia de la muerte bella y fiel. Sólo el agua puede dormir conservando la belleza; sólo el agua puede morir, inmóvil, guardando sus reflejos. Reflejando el rostro del soñador fiel al Gran Recuerdo, a la Sombra Universal, el agua da belleza a todas las sombras, vuelve a la vida todos los recuerdos. Así nace una especie de narcisismo delegado y recurrente que da belleza a todos los que hemos amado. El hombre se mira en su pasado y toda imagen es para él un recuerdo.”
Resulta muy difícil leer este Viene y va sin que el agua mortal se convoque a si misma en nuestro rostro humedecido por las lágrimas. Contemplar el agua es derramarse, disolverse, morir. Ese es el precio de la vida, pero ¿cuál es el precio de la muerte? Los antiguos griegos tenían una respuesta: el óbolo, las monedas con las que cubrían la cuenca ocular de sus difuntos. Este servía para pagar a Caronte, el barquero cuya góndola transportaba el alma de los muertos a través de los cinco ríos del infierno: la Estigia, ciertamente, pero también el Leteo y el Cócito, donde vagaban los ladrones y aquellos que no podía pagar al timonel. AJ Dungo es el Caronte de esta travesía fúnebre sobre una tabla de surf.
AJ Dungo es el Caronte de esta travesía fúnebre sobre una tabla de surf.
Decía Paul de Man que toda autobiografía es un epitafio, toda autobiografía aspira al patetismo del mármol silencioso que llora: “el sol contempla la piedra, y las lluvias del cielo se abaten contra ella”. A diferencia de otras artes como el teatro o la música que se despliegan sobre el tiempo, en los medios gráficos como la literatura y el cómic esta dimensión cobra vida a través del ejercicio de lectura. De tal manera, el ojo como contraparte visual del sol surfea las olas del dibujo a través de aquellas líneas llenas de gracia que Hogarth denominaba “serpentinas”, dotándolas de vida. A su lado, otra corriente, la del texto, se propone como stream of consciousness, un flujo en que el narrador en primera persona cede el poder de su palabra mediante apóstrofes a otras voces que le replican. A través de la prosopopeya – ese dar vida confiriendo un rostro – la ninfa Eco, entonces, realiza la sublimación de la caricia.
A pesar de tratarse de uno de los mejores comics del pasado año 2021 , Viene y va no ha recibido la atención merecida de la crítica – por ejemplo, ausente en los esenciales de la ACDC – seguramente al ser editado por una empresa periférica respecto del ramo. Hay un buen motivo: la fundadora que da nombre a la editorial, Barbara Fiore, sufrió recientemente un cáncer en sus propias carnes, un episodio que seguramente la ayudó a identificarse con esta conmovedora historieta. En el orden de los deseos, ojalá Libros del asteroide adoptase para futuras reediciones de Los años salvajes de William Finnegan, el ejemplar trabajo de ilustración que el mismo AJ Dungo elaboró para su versión en francés. (Fig. 3).
En suma, Viene y va – esta suerte de encuentro entre Blankets y el dibujo de Jillian Tamaki – es una obra imprescindible, una historieta a la que siempre volver, frente a la muerte, en busca de una restauración poética de la vida.