El cómic de superhéroes tiene en su haber una serie de rasgos característicos en los cuales encontramos sus mayores virtudes. No pretendemos aquí analizar un género con casi un siglo de vida y demasiadas ramificaciones, pero sí apuntar en qué extrañas chispas puede generar su potente magia. Sin duda en el sentido de lo maravilloso, una vía del fantastique que, injertada en entornos contemporáneos y reconocibles, hace de lo fantástico algo al tiempo más cercano y más asombroso.
Por otro lado, hablamos de un género evasivo-juvenil que en primera instancia busca precisamente sacarnos de lo cotidiano con historias “bigger”. Desde que en 1938 los lectores empatizaron con la dicotomía Clark Kent / Superman, la identidad de los tebeos de superhéroes como válvula de escape se ha mantenido hasta las macro ficciones del gran espectáculo cinematográfico actual.
Y otro sello distintivo, al menos desde la irrupción en el género de un coloso como Jack Kirby, fue la copiosa ambrosía creativa. Las páginas de los cómics de superhéroes debían impresionarnos como lectores, azotarnos desde la pulpa de papel y la cuatricomía (luego, los colores infográficos) para, con tan expeditivo método, introducirnos en su realidad. Con historias imposibles inyectadas con velocidad, y con ilustraciones y diseños de escenas y páginas como montañas rusas. Pensemos en Jim Steranko o en Walter Simonson, en Frank Miller o en Gil Cane: los más grandes autores de empijamados siempre han logrado esa espectacularidad haciendo de la página y su construcción la más maleable de las plastilinas.
Todo esto se ha ido perdiendo poco a poco, o se ha convertido en “radio fórmula” en viñetas: historias grises más preocupadas por la pin up que por narrar lo maravilloso, páginas anodinas, reinicios editoriales para ponerse a la par con el imperio Disney o el Warner (en una aceptación de que hoy el género es cinematográfico y por tanto lo que interesa es adaptar los lenguajes del cómic a las formas cinematográficas)…Se ha ido perdiendo salvo en la cabeza pop de los Allred. Que además han encontrado en Dan Slott a un aliado perfecto para crear la serie más puramente superheróica de los últimos tiempos: Estela Plateada. Y lo es porque pocas rescatan todos aquellos puntos distintivos. En ella encontramos lo maravilloso como escape a lo cotidiano, caudalosas aventuras sin contención y un verdadero festival gráfico.
Desde su conocido proyecto personal Madman, está clara la querencia de Mike Allred y su esposa Laura, fabulosa colorista, por los materiales más fantasticplastic de los cómics. Los aman y los adoran ―y los practican― como esa cultura popular donde todo es un burbujeo de ideas excitantes, donde lo naive (posmodernismo mediante) esconde lecturas complejas pero sin hacer sombra a una primera capa brillante y loca. Pues bien, aliados con el escritor Dan Slott (con quien Mike coargumentó la serie), en la treintena de números de Estela Plateada eso es lo que nos vamos a encontrar. Crema superheróica: historias vertiginosas llenas de nuevos personajes, mundos y situaciones; matices para los caracteres clásicos; disparates argumentales (universos caerán y se reharán en pocas páginas); logros ingeniosos (mi favorito, esa raza que consume de los mundos habitados… su cultura) y una historia que avanza sutil, la de la relación del héroe cósmico y Dawn Greenwood, una joven terrestre con una hermana gemela de la que es opuesta en carácter y aspiraciones.
Es importantísimo hacer referencia a los temas de este Estela Plateada, porque en cada nueva aventura parecen renovarse, matizarse y crear un tapiz muy rico. Y el tema principal es el de los opuestos (hay más, pero no entraremos en ellos): Dawn tiene una hermana, y son gemelas, sí, pero se parecen lo que un huevo a una castaña; Estela Plateada se desviste de la cobertura argentífera y se nos revela como una suerte de humano (o casi humano); el héroe de la tabla y Dawn forjarán su relación a partir de encuentros y desencuentros, diferencias y similitudes; Estela lidia con sufrimiento entre querer ser un protector cósmico y haber sido el heraldo de la destrucción masiva. Hay también en este cómic mundos-réplica y paraísos artificiales que aparentan ser originales como reflejos perfectos. Más dualidades: Slott le casca a Eternidad (un clásico nacido de las páginas de un claro referente a todo esto, el Doctor Extraño) una “novia” de igual magnitud cósmica y se queda tan ancho. En las aventuras aparecerá (cómo no) Galactus, quien fuera creador de Estela… y lo hace con dos versiones directamente antitéticas del personaje (destructor y creador), y una tercera que vuelve a ser dual (nos encontraremos con el ser que Galactus fue antes de ser Galactus, esto es, a Galan de Taa, un mundo… de un universo anterior al nuestro, otra dualidad/contraposición, y que tendrá su papel es esta historia también).
Pero lo par lleva a lo impar, a la unidad, como la que deriva del amor entre dos. No me pondré cursi, pero qué demonios ¿no es amar intentar acercarnos en metas, ilusiones y admiraciones a otro, incluso conociendo todo lo que nos hace diferentes de ese otro? ¿Que una dualidad se acerque a la unidad? Pues de todo esto, sí, habla este tebeo lleno de leches como catedrales, rayos que salen de las manos para destrozar a los villanos más duros, lunas lanzadas como balas de cañón y viajes en el tiempo. Este ómnibus ―literal y como metáfora― nos habla sobre todo del amor entre Estela y Dawn (que es un nombre muy bonito que significa “amanecer”) y además lo hace con una cohesión inquebrantable: en su treintena de episodios (o de comic books, si prefieres llamar a las cosas por su nombre) el equipo es inmutable, no hay números de relleno porque una de las partes haya fallado, no hay colaboraciones estelares, y las injerencias de los “macroeventos” Marvel, esas bonitas moscas cojoneras para los equipos creativos, son aprovechadas para impulsar sus propias maravillas sin que se sientan disonantes en la serie.
Todo en Estela Plateada respira Slott y Allred & Allred a pleno pulmón. Y así la colección se ha convertido en un Coloso digno del voluminoso Omnibus que os recomendamos aquí. Un gigante también en lo formal, con barbaridades como “Nunca jamás”, una historia para leer y releer y releer y releer y releer en periódica pura. Esta cumbre, diría que con “Pizza is my business” (Hawkeye vol. 4, n.º 11, de Matt Fraction, David Aja y Matt Hollingsworth, publicado en 2013) una de las locuras más maravillosas de la última Marvel, se codea con incontables momentos de estilización gracias a la capacidad inventiva de Mikel Allred, que hace de cada página una fiesta en una obra que nos evoca de igual manera a Lee/Kirby, al Doctor Who, al primer Moebius (eh, hay homenaje muy explícito), a Daniel Clowes e incluso al suave swing, paso a paso, con el que Alan Moore y Stephen R. Bissette consiguieron plasmar en La Cosa del Pantano una de las más sólidas historias de amor-verité de los tebeos de pijamas (y plantas, para el caso). Bien, no es boutade decir que aquí estamos ante otra love sotry que perdurará, tanto como aquella o como el amor trágico de Daredevil por Elektra. Y subo la apuesta: es difícil no sentir emoción en los capítulos finales de esta Gran Novela Río a lo largo del espacio y el tiempo.
Y para ir cerrando: de acuerdo, es un Omnibus de 696 páginas, son unos cuantos euros. Pero que no tiemble el pulso al invertir aquí, porque si lo tuyo son los tebeos Marvel, Estela Plateada de Slott y los Allred es un hito del siglo XXI dentro de su género.