Esta novela gráfica de temática superheroica se podría haber publicado perfectamente (o casi) a principios de los noventa como parte del grupo de cómics que cabalgaron la ola del Watchmen de Moore y Gibbons y otras tantas que entendieron que lejos de estar terminado el género tras la deconstrucción que hizo el inglés, en realidad este se estaba expandiendo para hacer tebeos muy diferentes, con temas y tonos nuevos, abriendo todas las puertas que quedarán por abrir.
De manos de otro inglés, Steven Appleby (1956 Northumberland, Reino Unido), llega pues está joya quizás tardía pero no menos valiosa por ello, que bebe mucho de Watchmen en varios aspectos. Un thriller como eje central de la historia que incluye asesinatos pero más cosas, un retrato de los superhéroes que se aleja del heroísmo puro (aunque esto cambie un poco a lo largo de la obra), una narrativa visual con métrica de 3×3 y la inclusión de narrativas no visuales. El gran encanto de Dragman -además de la intriga de su argumento- es su protagonista al que se le dedica mucho espacio para su desarrollo y que tiene elementos de inspiración autobiográfica, lo que hace que gane en enjundia en los momentos más dramáticos.
No acabo de entender porque algunos han tildado esta obra de sátira. Los elementos de parodia del género son escasos, en mi opinión. Quizás sea un prejuicio generado por su estilo de dibujo de caricatura garabateada, pronta al slapstick y que puede recordar al de algún dibujante de humor en prensa diaria. Pero es que nada más lejos. Dragman me parece una fábula de superhéroes purísima en la que el relato de como se aceptan y se defienden las identidades queer no se riñe ni con el género ni con un tono naif encantador.
En resumen, Dragman me ha parecido una novela gráfica de las de encerrarse en ella, emocionarse un poco, echar cuentas de quien es quien y ponderar su resolución final, que aunque sea bastante procedimental sirve como vehículo para un mensaje de empoderamiento más que pertinente en 2022.